TABLA DE MATERIAS
Prefacio
I. La edad sombría
II. La oposición de Oriente y Occidente
III. Conocimiento y acción
IV. Ciencia sagrada y ciencia profana
V. El individualismo
VI. El caos social
VII. Una civilización material
VIII. La invasión occidental
IX. Algunas conclusiones
PREFACIO
Cuando hace algunos años hemos escrito Oriente y Occidente, pensábamos haber dado, sobre las cuestiones que constituían el objeto de ese libro, todas las indicaciones útiles, para el momento al menos. Desde entonces, los acontecimientos han ido precipitándose con una velocidad siempre creciente, y, sin hacernos cambiar, por lo demás, una sola palabra de lo que decíamos entonces, hacen oportunas algunas precisiones complementarias y nos llevan a desarrollar puntos de vista sobre los cuales no habíamos creído necesario insistir primero. Estas precisiones se imponen tanto más cuanto que hemos visto afirmarse de nuevo, en estos últimos tiempos, y bajo una forma bastante agresiva, algunas de las confusiones que ya nos hemos dedicado a disipar precisamente; aunque absteniéndonos cuidadosamente de mezclarnos en ninguna polémica, hemos juzgado bueno volver a poner las cosas en su punto una vez más. En este orden, hay consideraciones, incluso elementales, que parecen tan extrañas a la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos, que, para hacérselas comprender, es menester no dejar de volver de nuevo a ellas en muchas ocasiones, presentándolas bajo sus diferentes aspectos, y explicando más completamente, a medida que las circunstancias lo permiten, lo que puede dar lugar a dificultades que no era siempre posible prever desde el primer momento.
El título mismo del presente volumen requiere algunas explicaciones que debemos proporcionar ante todo, a fin de que se sepa bien cómo lo entendemos y de que no haya a este respecto ningún equívoco. Que se pueda hablar de una crisis del mundo moderno, tomando esta palabra de «crisis» en su acepción más ordinaria, es una cosa que muchos ya no ponen en duda, y, a este respecto al menos, se ha producido un cambio bastante sensible: bajo la acción misma de los acontecimientos, algunas ilusiones comienzan a disiparse, y, por nuestra parte, no podemos más que felicitarnos por ello, ya que en eso, a pesar de todo, hay un síntoma bastante favorable, el indicio de una posibilidad de enderezamiento de la mentalidad contemporánea, algo que aparece como un débil vislumbre en medio del caos actual. Es así como la creencia en un «progreso» indefinido, que hasta hace poco se tenía todavía por una suerte de dogma intangible e indiscutible, ya no se admite tan generalmente; algunos entrevén más o menos vagamente, más o menos confusamente, que la civilización occidental, en lugar de continuar siempre desarrollándose en el mismo sentido, podría llegar un día a un punto de detención, o incluso zozobrar enteramente en algún cataclismo. Quizás esos no ven claramente dónde está el peligro, y los miedos quiméricos o pueriles que manifiestan a veces, prueban suficientemente la persistencia de muchos errores en su espíritu; pero en fin, ya es algo que se den cuenta de que hay un peligro, incluso si le sienten más de lo que le comprenden verdaderamente, y que lleguen a concebir que esta civilización de la que los modernos están tan infatuados no ocupa un sitio privilegiado en la historia del mundo, que puede tener la suerte que tantas otras que ya han desaparecido en épocas más o menos lejanas, y de las cuales algunas no han dejado tras de ellas más que rastros ínfimos, vestigios apenas perceptibles o difícilmente reconocibles.
Por consiguiente, si se dice que el mundo moderno sufre una crisis, lo que se entiende por eso más habitualmente, es que ha llegado a un punto crítico, o, en otros términos, que una transformación más o menos profunda es inminente, que un cambio de orientación deberá producirse inevitablemente en breve plazo, de grado o por la fuerza, de una manera más o menos brusca, con o sin catástrofe. Esta acepción es perfectamente legítima y corresponde a una parte de lo que pensamos nos mismos, pero a una parte solo, ya que, para nos, y colocándonos en un punto de vista más general, es toda la época moderna, en su conjunto, la que representa para el mundo un periodo de crisis; parece por lo demás que nos acercamos al desenlace, y es lo que hace más posible hoy que nunca el carácter anormal de este estado de cosas que dura desde hace ya algunos siglos, pero cuyas consecuencias no habían sido aún tan visibles como lo son ahora. Es también por eso por lo que los acontecimientos se desarrollan con esa velocidad acelerada a la cual hacíamos alusión primero; sin duda, eso puede continuar así algún tiempo todavía, pero no indefinidamente; e incluso, sin poder asignar un límite preciso, se tiene la impresión de que eso ya no puede durar mucho tiempo.
Pero, en la palabra misma «crisis», hay contenidas otras significaciones, que la hacen todavía más apta para expresar lo que acabamos de decir: en efecto, su etimología, que se pierde de vista frecuentemente en el uso corriente, pero a la que conviene remitirse como es menester hacerlo siempre cuando se quiere restituir a un término la plenitud de su sentido propio y de su valor original, su etimología, decimos, la hace parcialmente sinónimo de «juicio» y de «discriminación». La fase que puede llamarse verdaderamente «crítica», en no importa qué orden de cosas, es aquella que desemboca inmediatamente en una solución favorable o desfavorable, aquella donde interviene una decisión en un sentido o en el otro; por consiguiente, es entonces cuando es posible aportar un juicio sobre los resultados adquiridos, sopesar los «pros» y los «contras», operando una suerte de clasificación entre esos resultados, unos positivos, otros negativos, y ver así de qué lado se inclina la balanza definitivamente. Bien entendido, no tenemos en modo alguno la pretensión de establecer de una manera completa una tal discriminación, lo que sería por lo demás prematuro, puesto que la crisis no está todavía resuelta y puesto que quizás no es siquiera posible decir exactamente cuándo y cómo lo estará, tanto más cuanto que es siempre preferible abstenerse de algunas previsiones que no podrían apoyarse sobre razones claramente inteligibles para todos, y cuanto que, por consiguiente, correrían el riesgo de ser muy mal interpretadas y de aumentar la confusión en lugar de remediarla. Así pues, todo lo que podemos proponernos, es contribuir, hasta un cierto punto y tanto como nos lo permitan los medios de que disponemos, a dar a aquellos que son capaces de ello la consciencia de algunos de los resultados que parecen bien establecidos desde ahora, y a preparar así, aunque no sea más que de una manera muy parcial y bastante indirecta, los elementos que deberán servir después al futuro «juicio», a partir del que se abrirá un nuevo periodo de la historia de la humanidad terrestre.
Algunas de las expresiones que acabamos de emplear evocarán sin duda, en el espíritu de algunos, la idea de lo que se llama el «Juicio Final», y, a decir verdad, no será sin razón; ya sea que se entienda por lo demás literal o simbólicamente, o de las dos maneras a la vez, pues no se excluyen de ningún modo en realidad, eso importa poco aquí, y éste no es el lugar ni el momento de explicarnos enteramente sobre este punto. En todo caso, esta puesta en la balanza de los «pros» y los «contras», esta discriminación de los resultados positivos y negativos, de la que hablábamos hace un momento, puede hacer pensar ciertamente en la repartición de los «elegidos» y de los «condenados» en dos grupos inmutablemente fijos en adelante; incluso si no hay en eso más que una analogía, es menester reconocer que es al menos una analogía válida y bien fundada, en conformidad con la naturaleza misma de las cosas; y esto hace llamada todavía a algunas explicaciones.
Ciertamente, no es por azar que tantos espíritus están hoy día obsesionados por la idea del «fin del mundo»; uno puede deplorar que así sea a algunos respectos, ya que las extravagancias a las que da lugar esta idea mal comprendida, las divagaciones «mesiánicas» que son su consecuencia en diversos medios, todas esas manifestaciones salidas del desequilibrio mental de nuestra época, no hacen más que agravar aún este mismo desequilibrio en proporciones que no son desdeñables en absoluto; pero, en fin, por eso no es menos cierto que en eso hay un hecho que no podemos dispensarnos de tener en cuenta. La actitud más cómoda, cuando se constatan cosas de este género, es ciertamente la que consiste en descartarlas pura y simplemente sin más examen, en tratarlas como errores o delirios sin importancia; sin embargo, pensamos que, incluso si son en efecto errores, vale más, al mismo tiempo que se denuncian como tales, buscar las razones que los han provocado y la parte de verdad más o menos deformada que puede encontrarse contenida en ellos a pesar de todo, ya que, puesto que el error no tiene en suma más que un modo de existencia puramente negativo, el error absoluto no puede encontrarse en ninguna parte y no es más que una palabra vacía de sentido. Si se consideran las cosas de esta manera, uno se apercibe sin esfuerzo de que esta preocupación del «fin del mundo» se relaciona estrechamente con el estado de malestar general en el cual vivimos al presente: el presentimiento obscuro de algo que está efectivamente a punto de acabar, agitándose sin control en algunas imaginaciones, produce en ellas naturalmente representaciones desordenadas, y lo más frecuentemente groseramente materializadas, que, a su vez, se traducen exteriormente en las extravagancias a las que acabamos de hacer alusión. Esta explicación no es una excusa en favor de éstas; o al menos si se puede excusar a aquellos que caen involuntariamente en el error, porque están predispuestos a ello por un estado mental del que no son responsables, eso no podría ser nunca una razón para excusar el error mismo. Por lo demás, en lo que nos concierne, ciertamente no se nos podrá reprochar una indulgencia excesiva al respecto de las manifestaciones «pseudoreligiosas» del mundo contemporáneo, como tampoco al respecto de todos los errores modernos en general; sabemos incluso que algunos estarían más bien tentados de hacernos el reproche contrario, y lo que decimos aquí quizás les hará comprender mejor cómo consideramos estas cosas, esforzándonos en colocarnos siempre en el único punto de vista que nos importa, el de la verdad imparcial y desinteresada.
Eso no es todo: una explicación simplemente «psicológica» de la idea del «fin del mundo» y de sus manifestaciones actuales, por justa que sea en su orden, no podría pasar a nuestros ojos como plenamente suficiente; quedarse ahí, sería dejarse influenciar por una de esas ilusiones modernas contra las que nos elevamos precisamente en toda ocasión. Algunos, decíamos, sienten confusamente el fin inminente de algo cuya naturaleza y alcance no pueden definir exactamente; es menester admitir que en eso tienen una percepción muy real, aunque vaga y sujeta a falsas interpretaciones o a deformaciones imaginativas, puesto que, cualquiera que sea ese fin, la crisis que debe forzosamente desembocar en él es bastante visible, y ya que una multitud de signos inequívocos y fáciles de constatar conducen todos de una manera concordante a la misma conclusión. Sin duda, ese fin no es el «fin del mundo», en el sentido total en el que algunos quieren entenderlo, pero es al menos el fin de un mundo; y, si lo que debe acabar es la civilización occidental bajo su forma actual, es comprehensible que aquellos que están habituados a no ver nada fuera de ella, a considerarla como la «civilización» sin epíteto, crean fácilmente que todo acabará con ella, y que, si ella llega a desaparecer, eso será verdaderamente el «fin del mundo».
Así pues, para reducir las cosas a sus justas proporciones, diremos que parece efectivamente que nos aproximamos realmente al fin de un mundo, es decir, al fin de una época o de un ciclo histórico que, por lo demás, puede estar en correspondencia con un ciclo cósmico, según lo que enseñan a este respecto todas las doctrinas tradicionales. Ha habido ya en el pasado muchos acontecimientos de este género, y sin duda habrá todavía otros en el porvenir; acontecimientos de importancia desigual, por lo demás, según que terminen periodos más o menos extensos y que conciernan, ya sea a todo el conjunto de la humanidad terrestre, ya sea solamente a una o a otra de sus porciones, una raza o un pueblo determinado. En el estado presente del mundo, hay que suponer que el cambio que ha de intervenir tendrá un alcance muy general, y que, cualquiera que sea la forma que revista, y que no entendemos buscar definir, afectará más o menos a la tierra toda entera. En todo caso, las leyes que rigen tales acontecimientos son aplicables analógicamente a todos los grados; así, lo que se dice del «fin del mundo», en un sentido tan completo como sea posible concebirlo, y que, ordinariamente, no se refiere más que al mundo terrestre, es verdad también, guardadas todas las proporciones, cuando se trata simplemente del fin de un mundo cualquiera en un sentido mucho más restringido.
Estas observaciones preliminares ayudarán enormemente a comprender las consideraciones que van a seguir; ya hemos tenido la ocasión, en otras obras, de hacer alusión con bastante frecuencia a las «leyes cíclicas»; por lo demás, quizás sería difícil hacer de esas leyes una exposición completa bajo una forma fácilmente accesible a los espíritus occidentales, pero al menos es necesario tener algunos datos sobre este tema si uno quiere hacerse una idea verdadera de lo que es la época actual y de lo que representa exactamente en el conjunto de la historia del mundo. Por eso es por lo que comenzaremos por mostrar que las características de esta época son realmente las que las doctrinas tradicionales han indicado en todo tiempo para el periodo cíclico al que ella corresponde; y eso será mostrar también que lo que es anomalía y desorden desde un cierto punto de vista es, no obstante, un elemento necesario de un orden más vasto, una consecuencia inevitable de las leyes que rigen el desarrollo de toda manifestación. Por lo demás, lo decimos desde ahora, en eso no hay una razón para contentarse con sufrir pasivamente el desorden y la obscuridad que parecen triunfar momentáneamente, ya que, si ello fuera así, no tendríamos más que guardar silencio; antes al contrario, ello es una razón para trabajar, tanto como se pueda, en preparar la salida de esta «edad sombría» cuyo fin más o menos próximo, cuando no del todo inminente, permiten entrever ya muchos indicios. Eso está también en el orden, ya que el equilibrio es el resultado de la acción simultánea de dos tendencias opuestas; si la una o la otra pudiera dejar de actuar enteramente, el equilibrio ya no se recuperaría nunca y el mundo mismo se desvanecería; pero esta suposición es irrealizable, ya que los dos términos de una oposición no tienen sentido sino el uno por el otro, y, cualesquiera que sean las apariencias, se puede estar seguro de que todos los desequilibrios parciales y transitorios concurren finalmente a la realización del equilibrio total.
CAPÍTULO I
La edad sombría
La doctrina hindú enseña que la duración de un ciclo humano, al cual da el nombre de Manvantara, se divide en cuatro edades, que marcan otras tantas fases de un oscurecimiento gradual de la espiritualidad primordial; son esos mismos periodos que las tradiciones de la antigüedad occidental, por su lado, designaban como las edades de oro, de plata, de bronce y de hierro. Al presente estamos en la cuarta edad, el Kali-Yuga o «edad sombría», y estamos en él, se dice, desde hace ya más de seis mil años, es decir, desde una época muy anterior a todas las que son conocidas por la historia «clásica». Desde entonces, las verdades que antaño eran accesibles a todos los hombres han devenido cada vez más ocultas y difíciles de alcanzar; aquellos que las poseen son cada vez menos numerosos, y, si el tesoro de la sabiduría «no humana», anterior a todas las edades, no puede perderse nunca, sin embargo se rodea de velos cada vez más impenetrables, que le disimulan a las miradas y bajo los cuales es extremadamente difícil descubrirle. Por eso es por lo que por todas partes, bajo símbolos diversos, se habla de algo que se ha perdido, al menos en apariencia y en relación al mundo exterior, y que deben reencontrar aquellos que aspiran al verdadero conocimiento; pero se dice también que lo que está oculto así devendrá visible al final de este ciclo, que será al mismo tiempo, en virtud de la continuidad que liga todas las cosas entre sí, el comienzo de un ciclo nuevo.
Pero, se preguntará sin duda, ¿por qué el desarrollo cíclico debe cumplirse así en un sentido descendente, que va de lo superior a lo inferior, lo que, como se observará sin esfuerzo, es la negación misma de la idea de «progreso» tal como la entienden los modernos? Es porque el desarrollo de toda manifestación implica necesariamente un alejamiento cada vez mayor del principio del cual procede; partiendo del punto más alto, tiende forzosamente hacia el más bajo, y, como los cuerpos pesados, tiende hacia él con una velocidad sin cesar creciente, hasta que encuentra finalmente un punto de detención. Esta caída podría caracterizarse como una materialización progresiva, ya que la expresión del principio es pura espiritualidad; decimos la expresión, y no el principio mismo, pues éste no puede ser designado por ninguno de los términos que parecen indicar una oposición cualquiera, ya que está más allá de todas las oposiciones. Por lo demás, palabras como «espíritu» y «materia», que tomamos aquí para más comodidad al lenguaje occidental, apenas tienen para nos más que un valor simbólico; en todo caso, no pueden convenir verdaderamente a aquello de lo que se trata más que a condición de descartar las interpretaciones especiales que les da la filosofía moderna, de la cual filosofía, el «espiritualismo» y el «materialismo» no son, a nuestros ojos, más que dos formas complementarias que se implican la una a la otra y que son igualmente desdeñables para quien quiere elevarse por encima de esos puntos de vista contingentes. Pero por lo demás no es de metafísica pura de lo que nos proponemos tratar aquí, y es por eso por lo que, sin perder de vista jamás los principios esenciales, podemos, tomando las precauciones indispensables para evitar todo equívoco, permitirnos el uso de términos que, aunque inadecuados, parezcan susceptibles de hacer las cosas más fácilmente comprehensibles, en la medida en que eso puede hacerse sin desnaturalizarlas.
Lo que acabamos de decir del desarrollo de la manifestación presenta una visión que, aunque es exacta en el conjunto, no obstante está muy simplificada y esquematizada, puesto que puede hacer pensar que este desarrollo se efectúa en línea recta, según un sentido único y sin oscilación de ningún tipo; la realidad es mucho más compleja. En efecto, hay lugar a considerar en todas las cosas, como lo indicábamos ya precedentemente, dos tendencias opuestas, una descendente y la otra ascendente, o si uno quiere servirse de otro modo de representación, una centrífuga y la otra centrípeta; y del predominio de una o de la otra proceden dos fases complementarias de la manifestación, una de alejamiento del principio, la otra de retorno hacia el principio, que frecuentemente se comparan simbólicamente a los movimientos del corazón o a las dos fases de la respiración. Aunque estas dos fases se describan ordinariamente como sucesivas, es menester concebir que, en realidad, las dos tendencias a las que corresponden actúan siempre simultáneamente, aunque en proporciones diversas; y ocurre a veces, en algunos momentos críticos donde la tendencia descendente parece a punto de predominar definitivamente en la marcha general del mundo, que una acción especial interviene para reforzar la tendencia contraria, y de esta manera restablecer un cierto equilibrio al menos relativo, tal como pueden conllevarle las condiciones del momento, y de operar así un enderezamiento parcial, por el que el movimiento de caída puede parecer detenido o neutralizado temporariamente[1].
Es fácil comprender que estos datos tradicionales, a los que debemos ceñirnos para esbozar una apercepción muy resumida, hacen posibles concepciones muy diferentes de todos los ensayos de «filosofía de la historia» a los que se libran los modernos, y mucho más vastos y profundos. Pero, por el momento, no pensamos remontar a los orígenes del ciclo presente, ni tampoco más simplemente a los comienzos del Kali-Yuga; nuestras intenciones no se refieren, de una manera directa al menos, más que a un dominio mucho más limitado, a las últimas fases de ese mismo Kali-Yuga. En efecto, en el interior de cada uno de los grandes periodos de los que hemos hablado, se pueden distinguir también diferentes fases secundarias, que constituyen otras tantas subdivisiones suyas; y, puesto que cada parte es en cierto modo análoga al todo, estas subdivisiones reproducen por así decir, en una escala más reducida, la marcha general del gran ciclo en el que se integran; pero, ahí también, una investigación completa de las modalidades de aplicación de esta ley a los diversos casos particulares nos llevaría mucho más allá del cuadro que nos hemos trazado para este estudio. Para terminar estas consideraciones preliminares, mencionaremos solamente algunas de la últimas épocas particularmente críticas que ha atravesado la humanidad, aquellas que entran en el periodo que se tiene costumbre de llamar «histórico», porque es efectivamente el único que sea verdaderamente accesible a la historia ordinaria o «profana»; y eso nos conducirá de modo natural a lo que debe constituir el objeto propio de nuestro estudio, puesto que la última de esas épocas críticas no es otra que la que constituye lo que se llaman los tiempos modernos.
Hay un hecho bastante extraño, que nadie parece haber observado nunca como merece serlo: es que el periodo propiamente «histórico», en el sentido que acabamos de indicar, se remonta exactamente al siglo VI antes de la era cristiana, como si hubiera ahí, en el tiempo, una barrera que no es posible traspasar con la ayuda de los medios de investigación de que disponen los investigadores ordinarios. A partir de esa época, en efecto, se posee por todas partes una cronología bastante precisa y bien establecida; para todo lo que es anterior, por el contrario, nadie obtiene en general más que una aproximación muy vaga, y las fechas propuestas para los mismos acontecimientos varían frecuentemente en varios siglos. Incluso para los países donde no se tienen más que simples vestigios dispersos, como Egipto por ejemplo, eso es muy llamativo; y lo que es quizás más sorprendente todavía, es que, en un caso excepcional y privilegiado como el de China, que posee, para épocas mucho más remotas, anales fechados por medio de observaciones astronómicas que no deberían dejar lugar a ninguna duda, los modernos por eso no califican menos de «legendarias» a aquellas épocas, como si hubiera ahí un dominio donde no se reconoce el derecho a ninguna certeza y donde se prohiben a sí mismos obtenerlas. Así pues, la antigüedad llamada «clásica» no es, a decir verdad, más que una antigüedad completamente relativa, e incluso mucho más próxima de los tiempos modernos que la verdadera antigüedad, puesto que no se remonta siquiera a la mitad del Kali-Yuga, cuya duración, según la doctrina hindú, no es ella misma más que la décima parte de la del Manvantara; ¡Y por esto se podrá juzgar suficientemente hasta qué punto los modernos tienen razón para estar tan orgullosos de la extensión de sus conocimientos históricos! Todo eso, responderían sin duda para justificarse, no son más que periodos «legendarios», y es por eso por lo que estiman no tener que tenerlos en cuenta; pero esta respuesta no es precisamente más que la confesión de su ignorancia, y de una incomprehensión que es lo único que puede explicar su desdén de la tradición; en efecto, el espíritu específicamente moderno, no es, como lo mostraremos más adelante, nada más que el espíritu antitradicional.
En el siglo VI antes de la era cristiana, cualquiera que haya sido su causa, se produjeron cambios considerables en casi todos los pueblos; por lo demás, estos cambios presentaron caracteres diferentes según los países. En algunos casos, fue una readaptación de la tradición a otras condiciones que las que habían existido anteriormente, readaptación que se cumplió en un sentido rigurosamente ortodoxo; esto es lo que tuvo lugar concretamente en China, donde la doctrina, constituida primitivamente en un conjunto único, fue dividida entonces en dos partes claramente distintas: el Taoísmo, reservado a una élite, y que comprendía la metafísica pura y las ciencias tradicionales de orden propiamente especulativo, y el Confucionismo, común a todos sin distinción, y que tenía por dominio las aplicaciones prácticas y principalmente sociales. En los Persas, parece que haya habido igualmente una readaptación del Mazdeísmo, ya que esta época fue la del último Zoroastro[2]. En la India, se vio nacer entonces el Budismo, que, cualquiera que haya sido por lo demás su carácter original[3], debía desembocar, al contrario, al menos en algunas de sus ramas, en una rebelión contra el espíritu tradicional, rebelión que llegó hasta la negación de toda autoridad, hasta una verdadera anarquía, en el sentido etimológico de «ausencia de principio», en el orden intelectual y en el orden social. Lo que es bastante curioso, es que, en la India, no se encuentra ningún monumento que remonte más allá de esta época, y los orientalistas, que quieren hacer comenzar todo con el Budismo cuya importancia exageran singularmente, han intentado sacar partido de esta constatación en favor de su tesis; no obstante, la explicación del hecho es bien simple: es que todas las construcciones anteriores eran en madera, de suerte que han desaparecido naturalmente sin dejar rastro[4]; pero lo que es verdad, es que un tal cambio en el modo de construcción corresponde necesariamente a una modificación profunda de las condiciones generales de existencia del pueblo donde se ha producido.
Acercándonos al Occidente, vemos que, en los judíos, la misma época fue la de la cautividad de Babilonia; y lo que es quizás uno de los hechos más sorprendentes que se tengan que constatar, es que un corto periodo de setenta años fue suficiente para hacerles perder hasta su escritura, puesto que después debieron reconstituir los Libros sagrados con caracteres diferentes de aquellos que habían estado en uso hasta entonces. Se podrían citar todavía muchos otros acontecimientos que se refieren casi a la misma fecha: notaremos solamente que fue para Roma el comienzo del periodo propiamente «histórico», que sucedió a la época «legendaria» de los reyes, y que se sabe también, aunque de una manera un poco vaga, que hubo entonces importantes movimientos en los pueblos célticos; pero, sin insistir más en ello, llegaremos a lo que concierne a Grecia. Allí igualmente, el siglo VI a.C. fue el punto de partida de la civilización llamada «clásica», la única a la que los modernos reconocen el carácter «histórico», y todo lo que precede es lo bastante mal conocido como para ser tratado de «legendario», aunque los descubrimientos arqueológicos recientes ya no permiten dudar de que, al menos, hubo allí una civilización muy real; y nos tenemos algunas razones para pensar que aquella primera civilización helénica fue mucho más interesante intelectualmente que la que la siguió, y que sus relaciones no dejan de ofrecer alguna analogía con las que existen entre la Europa de la edad media y la Europa moderna. No obstante, conviene destacar que la escisión no fue tan radical como en este último caso, ya que hubo, al menos parcialmente, una readaptación efectuada en el orden tradicional, principalmente en el dominio de los «misterios»; y con esto es menester relacionar el Pitagorismo, que fue sobre todo, bajo una forma nueva, una restauración del Orfismo anterior, y cuyos lazos evidentes con el culto délfico del Apolo hiperbóreo permiten considerar incluso una filiación continua y regular con una de las tradiciones más antiguas de la humanidad. Pero, por otra parte, pronto se vio aparecer algo de lo que todavía no se había tenido ningún ejemplo y que, a continuación, debía ejercer una influencia nefasta sobre todo el mundo occidental: queremos hablar de ese modo especial de pensamiento que tomó y guardó el nombre de «filosofía»; y este punto es bastante importante como para que nos detengamos en él algunos instantes.
La palabra «filosofía», en sí misma, puede tomarse ciertamente en un sentido muy legítimo, que fue sin duda su sentido primitivo, sobre todo si es verdad que, como se pretende, es Pitágoras quien lo empleó primero: etimológicamente, no significa nada más que «amor de la sabiduría»; así pues, designa primero una disposición previa requerida para llegar a la sabiduría, y puede designar también, por una extensión completamente natural, la indagación que, naciendo de esta disposición misma, debe conducir al conocimiento. Por consiguiente, no es más que un estadio preliminar y preparatorio, un encaminamiento hacia la sabiduría, un grado que corresponde a un estado inferior a esta[5]; la desviación que se ha producido después ha consistido en tomar este grado transitorio por la meta misma, en pretender substituir la sabiduría por la «filosofía», lo que implica el olvido o el desconocimiento de la verdadera naturaleza de ésta última. Es así como tomó nacimiento lo que podemos llamar la filosofía «profana», es decir, una pretendida sabiduría puramente humana, y por tanto de orden simplemente racional, que toma el lugar de la verdadera sabiduría tradicional, supraracional y «no humana». No obstante, subsistió todavía algo de ésta a través de toda la antigüedad; lo que lo prueba, es primero la persistencia de los «misterios», cuyo carácter esencialmente «iniciático» no podría ser contestado, y es también el hecho de que la enseñanza de los filósofos mismos tenía a la vez, lo más frecuentemente, un lado «exotérico» y un lado «esotérico», pudiendo éste último permitir el vinculamiento a un punto de vista superior, que, por lo demás, se manifiesta de una manera muy clara, aunque quizás incompleta bajo ciertos aspectos, algunos siglos más tarde, en los Alejandrinos. Para que la filosofía «profana» se constituyera definitivamente como tal, era menester que permaneciera solo el «exoterismo» y que se llegara hasta la negación pura y simple de todo «esoterismo»; es en esto precisamente en lo que debía desembocar, en los modernos, el movimiento comenzado por los Griegos; las tendencias que ya se habían afirmado en aquéllos debían llevarse entonces hasta sus consecuencias más extremas, y la importancia excesiva que habían acordado al pensamiento racional iba a acentuarse también para llegar al «racionalismo», actitud especialmente moderna que ya no consiste simplemente en ignorar, sino en negar expresamente todo lo que es de orden supraracional; pero no anticipamos más, ya que tendremos que volver de nuevo sobre esas consecuencias y ver su desarrollo en una parte de nuestra exposición.
En lo que acaba de decirse, hay que retener una cosa particularmente desde el punto de vista que nos ocupa: es que conviene buscar en la antigüedad «clásica» algunos de los orígenes del mundo moderno; así pues, éste no carece enteramente de razón cuando se recomienda a la civilización grecolatina y se pretende su continuador. No obstante, es menester decir que no se trata más que de una continuación lejana y un poco infiel, ya que, a pesar de todo, en aquella antigüedad, había muchas cosas, en el orden intelectual y espiritual, cuyo equivalente no se podría encontrar entre los modernos; en todo caso, en el oscurecimiento progresivo del verdadero conocimiento, se trata de dos grados bastante diferentes. Por lo demás, se podría concebir que la decadencia de la civilización antigua haya conducido, de una manera gradual y sin solución de continuidad, a un estado más o menos semejante al que vemos hoy día; pero, de hecho, la cosa no fue así, y, en el intervalo, hubo, para el Occidente, otra época crítica que fue al mismo tiempo una de esas épocas de enderezamiento a las que hacíamos alusión más atrás.
Esta época es la del comienzo y de la expansión del Cristianismo, que coincide, por una parte, con la dispersión del pueblo judío, y, por otra parte, con la última fase de la civilización grecolatina; y podemos pasar más rápidamente sobre estos acontecimientos, a pesar de su importancia, porque generalmente son más conocidos que aquellos de los que hemos hablado hasta aquí, y porque su sincronismo ha sido más destacado, incluso por los historiadores de miras más superficiales. También se han señalado bastante frecuentemente algunos rasgos comunes a la decadencia antigua y a la época actual; y, sin querer llevar demasiado lejos el paralelismo, se debe reconocer que hay en efecto algunas semejanzas bastante llamativas. La filosofía puramente «profana» había ganado terreno: la aparición del escepticismo por un lado, el éxito del «moralismo» estoico y epicúreo por el otro, muestran suficientemente hasta qué punto se había rebajado la intelectualidad. Al mismo tiempo, las antiguas doctrinas sagradas, que casi nadie comprendía ya, habían degenerado, por el hecho de esta incomprehensión, en «paganismo» en el verdadero sentido de esta palabra, es decir, que ya no eran más que «supersticiones», cosas que, habiendo perdido su significación profunda, se sobreviven a sí mismas únicamente por manifestaciones completamente exteriores. Hubo intentos de reacción contra esta decadencia: el helenismo mismo intentó revivificarse con la ayuda de elementos tomados a las doctrinas orientales con las que podía encontrarse en contacto; pero eso ya no era suficiente, la civilización grecolatina debía acabar, y el enderezamiento debía venir de otra parte y operarse bajo una forma diferente. Fue el Cristianismo el que cumplió esta transformación; y, anotémoslo de pasada, la comparación que se puede establecer bajo algunas relaciones entre aquel tiempo y el nuestro es quizás uno de los elementos determinantes del «mesianismo» desordenado que sale a la luz actualmente. Después del periodo turbulento de las invasiones bárbaras, necesario para acabar la destrucción del antiguo estado de cosas, se restauró un orden normal para una duración de algunos siglos; fue la edad media, tan desconocida por los modernos que son incapaces de comprender su intelectualidad, y para quienes esta época parece ciertamente mucho más extraña y lejana que la antigüedad «clásica».
Para nos, la verdadera edad media se extiende desde el reinado de Carlomagno hasta el comienzo del siglo XIV; en esta última fecha comienza una nueva decadencia que, a través de etapas diversas, irá acentuándose hasta nosotros. Es ahí donde está el verdadero punto de partida de la crisis moderna: es el comienzo de la desagregación de la «Cristiandad», a la que se identificaba esencialmente la civilización occidental de la edad media; es, al mismo tiempo, el fin del régimen feudal, bastante estrechamente solidario de aquella misma «Cristiandad», el origen de la constitución de las «nacionalidades». Así pues, es menester hacer remontar la época moderna cerca de dos siglos antes de lo que se hace ordinariamente; el Renacimiento y la Reforma son sobre todo resultantes, y no se han hecho posibles más que por la decadencia previa; pero, bien lejos de ser un enderezamiento, marcaron una caída mucho más profunda, porque consumaron la ruptura definitiva con el espíritu tradicional, uno en el dominio de las ciencias y de las artes, y la otra en el dominio religioso mismo, que era no obstante aquél donde una tal ruptura hubiera podido parecer más difícilmente concebible.
Lo que se llama el Renacimiento fue en realidad, como ya lo hemos dicho en otras ocasiones, la muerte de muchas cosas; bajo pretexto de volver de nuevo a la civilización grecorromana, no se tomó de aquélla más que lo que había tenido de más exterior, porque únicamente eso había podido expresarse claramente en textos escritos; y esta restitución incompleta no podía tener por lo demás más que un carácter muy artificial, puesto que se trataba de formas que, desde hacía siglos, habían dejado de vivir de su vida verdadera. En cuanto a las ciencias tradicionales de la edad media, después de haber tenido todavía algunas últimas manifestaciones hacia esta época, desaparecieron tan totalmente como las de las civilizaciones remotas que fueron aniquiladas antaño por algún cataclismo; y, esta vez, nada debía venir a reemplazarlas. En adelante no hubo más que la filosofía y la ciencia «profanas», es decir, la negación de la verdadera intelectualidad, la limitación del conocimiento al orden más inferior, el estudio empírico y analítico de hechos que no son vinculados a ningún principio, la dispersión en una multitud indefinida de detalles insignificantes, la acumulación de hipótesis sin fundamento, que se destruyen incesantemente las unas a las otras, y de miras fragmentarias que no pueden conducir a nada, salvo a esas aplicaciones prácticas que constituyen la única superioridad efectiva de la civilización moderna; superioridad poco envidiable por lo demás, y que, al desarrollarse hasta asfixiar a toda otra preocupación, ha dado a esta civilización el carácter puramente material que hace de ella una verdadera monstruosidad.
Lo que es completamente extraordinario es la rapidez con la que la civilización de la edad media cayó en el más completo olvido; los hombres del siglo XVII ya no tenían la menor noción de ella, y los monumentos suyos que subsistían ya no representaban nada a sus ojos, ni en el orden intelectual, ni en el orden estético; por esto se puede juzgar cuánto se había cambiado la mentalidad en el intervalo. No emprenderemos buscar aquí los factores, ciertamente muy complejos, que concurrieron a ese cambio, tan radical que parece difícil admitir que haya podido operarse espontáneamente y sin la intervención de una voluntad directriz cuya naturaleza exacta permanece forzosamente bastante enigmática; a este respecto, hay circunstancias muy extrañas, como la vulgarización, en un momento determinado, y presentándolas como descubrimientos nuevos, de cosas que eran conocidas en realidad desde hacía mucho tiempo, pero cuyo conocimiento, en razón de algunos inconvenientes que corrían el riesgo de rebasar sus ventajas, no había sido difundido hasta entonces en el dominio público[6]. Es muy inverosímil también que la leyenda que hizo de la edad media una época de «tinieblas», de ignorancia y de barbarie, haya tomado nacimiento y se haya acreditado por sí sola, y que la verdadera falsificación de la historia a la que los modernos se han librado haya sido emprendida sin ninguna idea preconcebida; pero no iremos más adelante en el examen de esta cuestión, ya que, de cualquier manera que se haya llevado a cabo este trabajo, por el momento, es la constatación del resultado la que, en suma, nos importa más.
Hay una palabra que recibió todos los honores en el Renacimiento, y que resumía de antemano todo el programa de la civilización moderna: esta palabra es la de «humanismo». Se trataba en efecto de reducirlo todo a proporciones puramente humanas, de hacer abstracción de todo principio de orden superior, y, se podría decir simbólicamente, de apartarse del cielo bajo pretexto de conquistar la tierra; los Griegos, cuyo ejemplo se pretendía seguir, jamás habían llegado tan lejos en este sentido, ni siquiera en el tiempo de su mayor decadencia intelectual, y al menos las preocupaciones utilitarias jamás habían pasado en ellos al primer plano, así como eso debía producirse pronto en los modernos. El «humanismo», era ya una primera forma de lo que ha devenido el «laicismo» contemporáneo; y, al querer reducirlo todo a la medida del hombre, tomado como un fin en sí mismo, se ha terminado por descender, de etapa en etapa, al nivel de lo más inferior que hay en éste, y por no buscar apenas más que la satisfacción de las necesidades inherentes al lado material de su naturaleza, búsqueda bien ilusoria, por lo demás, ya que crea siempre más necesidades artificiales de las que puede satisfacer.
¿Llegará el mundo moderno hasta el fondo de esta pendiente fatal, o bien, como ha ocurrido en la decadencia del mundo grecolatino, se producirá, esta vez también, un nuevo enderezamiento antes de que haya alcanzado el fondo del abismo a donde es arrastrado? Parece que ya no sea apenas posible una detención a mitad de camino, y que, según todas las indicaciones proporcionadas por las doctrinas tradicionales, hayamos entrado verdaderamente en la fase final del Kali-Yuga, en el periodo más sombrío de esta «edad sombría», en ese estado de disolución del que no es posible salir más que por un cataclismo, porque ya no es un simple enderezamiento el que entonces es necesario, sino una renovación total. El desorden y la confusión reinan en todos los dominios; han sido llevados hasta un punto que rebasa con mucho todo lo que se había visto precedentemente, y, partiendo del Occidente, amenazan ahora con invadir el mundo todo entero; sabemos bien que su triunfo no puede ser nunca más que aparente y pasajero, pero, en un tal grado, parece ser el signo de la más grave de todas las crisis que la humanidad haya atravesado en el curso de su ciclo actual. ¿No hemos llegado a esa época temible anunciada por los Libros sagrados de la India, «donde las castas estarán mezcladas, donde la familia ya no existirá»? Basta mirar alrededor de sí para convencerse de que este estado es realmente el del mundo actual, y para constatar por todas partes esa decadencia profunda que el Evangelio llama «la abominación de la desolación». Es menester no disimular la gravedad de la situación; conviene considerarla tal como es, sin ningún «optimismo», pero también sin ningún «pesimismo», puesto que como lo decíamos precedentemente, el fin del antiguo mundo será también el comienzo de un mundo nuevo.
Ahora, se plantea una cuestión: ¿cuál es la razón de ser de un periodo como éste en el que vivimos? En efecto, por anormales que sean las condiciones presentes consideradas en sí mismas, no obstante deben entrar en el orden general de las cosas, en ese orden que, según una fórmula extremo oriental, está hecho de la suma de todos los desórdenes; esta época, por penosa y turbulenta que sea, debe tener también, como todas las demás, su lugar marcado en el conjunto del desarrollo humano, y por lo demás, el hecho mismo de que estaba prevista por las doctrinas tradicionales es a este respecto una indicación suficiente. Lo que hemos dicho de la marcha general de un ciclo de manifestación, que va en el sentido de una materialización progresiva, da inmediatamente la explicación de un tal estado, y muestra bien que lo que es anormal y desordenado bajo un cierto punto de vista particular no es sin embargo más que la consecuencia de una ley que se refiere a un punto de vista superior o más extenso. Agregaremos, sin insistir en ello, que, como todo cambio de estado, el paso de un ciclo a otro no puede cumplirse más que en la obscuridad; en eso hay también una ley muy importante y cuyas aplicaciones son múltiples, pero, por eso mismo, una exposición algo detallada de ella nos llevaría demasiado lejos[7].
No es eso todo: la época moderna debe corresponder necesariamente al desarrollo de algunas de las posibilidades que, desde el origen, estaban incluidas en la potencialidad del ciclo actual; y, por inferior que sea el rango ocupado por estas posibilidades en la jerarquía del conjunto, por eso no debían menos, tanto como las demás, ser llamadas a la manifestación según el orden que les está asignado. Bajo esta relación, lo que, según la tradición, caracteriza a la última fase del ciclo, es, se podría decir, la explotación de todo lo que ha sido desdeñado o rechazado en el curso de las fases precedentes; y, efectivamente, es eso lo que podemos constatar en la civilización moderna, que no vive en cierto modo más que de aquello que las civilizaciones anteriores no habían querido. ¡Para darse cuenta de ello, no hay más que ver como los representantes de esas mismas civilizaciones que se han mantenido hasta aquí en el mundo oriental, aprecian las ciencias occidentales y sus aplicaciones industriales! No obstante, estos conocimientos inferiores, tan vanos a los ojos de quien posee un conocimiento de otro orden, debían ser «realizados», y no podían serlo más que en un estadio donde la verdadera intelectualidad hubiera desaparecido; estas investigaciones de un alcance exclusivamente práctico, en el sentido más estrecho de este término, debían llevarse a cabo, pero no podían serlo más que en el extremo opuesto de la espiritualidad primordial, por hombres inmersos en la materia hasta el punto de no concebir nada más allá, y que devienen tanto más esclavos de esta materia cuanto más quisieran servirse de ella, lo que les conduce a una agitación siempre creciente, sin regla y sin meta, a la dispersión en la pura multiplicidad, hasta la disolución final.
Tal es, esbozada en sus grandes rasgos y reducida a lo esencial, la verdadera explicación del mundo moderno; pero, declarémoslo muy claramente, esta explicación no podría tomarse de ninguna manera como una justificación. Una desgracia inevitable, por eso no es menos una desgracia; e, incluso si del mal debe salir un bien, eso no quita al mal su carácter; por lo demás, entiéndase bien, no empleamos aquí estos términos de «bien» y de «mal» más que para hacernos comprender mejor, y fuera de toda intención específicamente «moral». Los desórdenes parciales no pueden no ser, porque son elementos necesarios del orden total; pero, a pesar de eso, una época de desorden es, en sí misma, algo comparable a una monstruosidad, que, aunque es la consecuencia de algunas leyes naturales, por eso no es menos una desviación y una suerte de error, o a un cataclismo, que, aunque resulta del curso normal de las cosas, es del mismo modo, si se considera aisladamente, un trastorno y una anomalía. La civilización moderna, como todas las cosas, tiene forzosamente su razón de ser, y, si es verdaderamente la que termina un ciclo, se puede decir que ella es lo que debe ser, que viene en su tiempo y en su lugar; pero por eso no deberá ser juzgada menos según la palabra evangélica muy frecuentemente mal comprendida: «¡Es menester que haya escándalo; pero ay de aquél por quien el escándalo llega!».
CAPÍTULO II
La oposición de Oriente y de Occidente
Uno de los caracteres particulares del mundo moderno, es la escisión que se observa en él entre Oriente y Occidente; y, aunque ya hayamos tratado esta cuestión de una manera más especial, es necesario volver a ella de nuevo aquí para precisar algunos de sus aspectos y disipar algunos malentendidos. La verdad es que hubo siempre civilizaciones diversas y múltiples, cada una de las cuales se ha desarrollado de una manera que le era propia y en un sentido conforme a las aptitudes de tal pueblo o de tal raza; pero distinción no quiere decir oposición, y puede haber una suerte de equivalencia entre civilizaciones de formas muy diferentes, desde que todas reposan sobre los mismos principios fundamentales, de los cuales ellas representan solamente aplicaciones condicionadas por circunstancias variadas. Tal es el caso de todas las civilizaciones que podemos llamar normales, o también tradicionales; no hay entre ellas ninguna oposición esencial, y las divergencias, si existe alguna, no son más que exteriores y superficiales. Por el contrario, una civilización que no reconoce ningún principio superior, que no está fundada en realidad más que sobre una negación de los principios, está, por eso mismo, desprovista de todo medio de entendimiento con las demás, ya que este entendimiento, para ser verdaderamente profundo y eficaz, no puede establecerse más que por arriba, es decir, precisamente por aquello que falta a esta civilización anormal y desviada. Así pues, en el estado presente del mundo, tenemos, por un lado, todas las civilizaciones que han permanecido fieles al espíritu tradicional, y que son las civilizaciones orientales, y, por el otro, una civilización propiamente antitradicional, que es la civilización occidental moderna.
No obstante, algunos han llegado hasta contestar que la división misma de la humanidad en Oriente y Occidente corresponde a una realidad; pero, al menos para la época actual, eso no parece poder ponerse seriamente en duda. Primero, que existe una civilización occidental, común a Europa y a América, es ese un hecho sobre el que todo el mundo debe estar de acuerdo, cualquiera que sea por lo demás el juicio que se haga sobre el valor de esta civilización. Para Oriente, las cosas son menos simples, porque, efectivamente, no existe una, sino varias civilizaciones orientales; pero basta que posean algunos rasgos comunes, rasgos que caracterizan lo que hemos llamado una civilización tradicional, y que éstos mismos rasgos no se encuentren en la civilización occidental, para que la distinción e incluso la oposición de Oriente y de Occidente esté plenamente justificada. Ahora bien, ello es efectivamente así, y el carácter tradicional es en efecto común a todas las civilizaciones orientales, para las cuales, a fin de fijar mejor las ideas, recordaremos la división general que hemos adoptado precedentemente, y que, aunque algo simplificada quizás si se quisiera entrar en el detalle, no obstante es exacta cuando uno se atiene a las grandes líneas: el extremo oriente, representado esencialmente por la civilización china; el oriente medio, representado por la civilización hindú; el oriente próximo, representado por la civilización islámica. Conviene agregar que esta última, bajo muchas relaciones, debería considerarse más bien como intermediaria entre Oriente y Occidente, y que incluso muchos de sus caracteres la acercan sobre todo a lo que fue la civilización occidental de la edad media; pero, si se considera en relación al Occidente moderno, debe reconocerse que se opone a él al mismo título que las civilizaciones propiamente orientales, a las cuales conviene asociarla bajo este punto de vista.
Es en esto en lo que es esencial insistir: la oposición de Oriente y de Occidente no tenía ninguna razón de ser cuando en Occidente había también civilizaciones tradicionales; así pues, no tiene sentido más que cuando se trata especialmente del Occidente moderno, ya que esta oposición es mucho más la de dos espíritus que la de dos entidades geográficas más o menos claramente definidas. En algunas épocas, de las que la más próxima a nosotros es la edad media, el espíritu occidental se parecía mucho, por sus lados más importantes, a lo que es todavía hoy el espíritu oriental, mucho más que a lo que este espíritu occidental ha devenido en los tiempos modernos; la civilización occidental era entonces comparable a las civilizaciones orientales, al mismo título que éstas lo son entre ellas. Así pues, en el curso de los últimos siglos, se ha producido un cambio considerable, mucho más grave que todas las desviaciones que habían podido manifestarse anteriormente en épocas de decadencia, puesto que llega incluso hasta una verdadera inversión en la dirección dada a la actividad humana; y es en el mundo occidental exclusivamente donde ha tenido nacimiento este cambio. Por consiguiente, cuando decimos espíritu occidental, refiriéndonos a lo que existe en el presente, lo que es menester entender por eso no es otra cosa que el espíritu moderno; y, como el otro espíritu no se ha mantenido más que en Oriente, podemos, siempre en relación a las condiciones actuales, llamarle espíritu oriental. Estos dos términos, en suma, no expresan nada más que una situación de hecho; y, si aparece muy claramente que uno de los dos espíritus presentes es efectivamente occidental, porque su aparición pertenece a la historia reciente, nos no entendemos prejuzgar nada en cuanto a la proveniencia del otro, que fue antaño común a Oriente y a Occidente, y cuyo origen, a decir verdad, debe confundirse con el de la humanidad misma, puesto que ese es el espíritu que se podría calificar de normal, aunque solo sea porque ha inspirado a todas las civilizaciones que conocemos más o menos completamente, a excepción de una sola, que es la civilización occidental moderna.
Algunos, que sin duda no se habían tomado el trabajo de leer nuestros libros, han creído deber reprocharnos haber dicho que todas las doctrinas tradicionales tenían un origen oriental, que la antigüedad occidental misma, en todas las épocas, había recibido siempre sus tradiciones de Oriente; nos no hemos escrito nunca nada semejante, ni nada que pueda sugerir incluso una tal opinión, por la simple razón de que sabemos muy bien que eso es falso. En efecto, son precisamente los datos tradicionales los que se oponen claramente a una aserción de este género: se encuentra por todas partes la afirmación formal de que la tradición primordial del ciclo actual ha venido de las regiones hiperbóreas; hubo después varias corrientes secundarias, que corresponden a periodos diversos, y de las cuales una de las más importantes, al menos entre aquellas cuyos vestigios son todavía discernibles, fue incontestablemente del Occidente hacia Oriente. Pero todo eso se refiere a épocas muy lejanas, de las que se llaman comúnmente «prehistóricas», y no es eso lo que tenemos en vista; lo que decimos, es primero que, desde hace mucho tiempo ya, el depósito de la tradición primordial ha sido transferido a Oriente, y que es allí donde se encuentran ahora las formas doctrinales que han salido de ella más directamente; y después que, en el estado actual de las cosas, el verdadero espíritu tradicional, con todo lo que implica, ya no tiene representantes auténticos más que en Oriente.
Para completar esta puesta a punto, debemos explicarnos también, al menos brevemente, sobre algunas ideas de restauración de una «tradición occidental» que han visto la luz en diversos medios contemporáneos; el único interés que presentan, en el fondo, es mostrar que algunos espíritus no están satisfechos de la negación moderna, que sienten la necesidad de otra cosa que lo que les ofrece nuestra época, que entrevén la posibilidad de un retorno a la tradición, bajo una forma o bajo otra, como el único medio de salir de la crisis actual. Desafortunadamente, el «tradicionalismo» no es lo mismo que el verdadero espíritu tradicional; puede no ser, y frecuentemente no es de hecho, más que una simple tendencia, una aspiración más o menos vaga, que no supone ningún conocimiento real; y, en el desorden mental de nuestro tiempo, esta aspiración provoca sobre todo, es menester decirlo, concepciones fantasiosas y quiméricas, desprovistas de todo fundamento serio. Al no encontrar ninguna tradición auténtica sobre la que uno pueda apoyarse, se llega hasta imaginar pseudotradiciones que no han existido nunca, y que carecen de principio en la misma medida que aquello a lo que se querría substituir; todo el desorden moderno se refleja en esas construcciones, y, cualesquiera que puedan ser las intenciones de sus autores, el único resultado que obtienen es aportar una contribución nueva al desequilibrio general. En este género de cosas, mencionaremos de memoria la pretendida «tradición occidental» fabricada por algunos ocultistas con la ayuda de los elementos más disparatados, y destinada sobre todo a hacer competencia a una «tradición oriental» no menos imaginaria, la de los teosofistas; hemos hablado suficientemente de estas cosas en otra parte, y preferimos dedicarnos a continuación al examen de algunas otras teorías que pueden parecer más dignas de atención, porque en ellas se encuentra al menos el deseo de hacer llamada a tradiciones que han tenido una existencia efectiva.
Hacíamos alusión hace un momento a la corriente tradicional venida de las regiones occidentales; los relatos de los antiguos, relativos a la Atlántida, indican su origen; después de la desaparición de este continente, que es el último de los grandes cataclismos ocurridos en el pasado, no parece dudoso que restos de su tradición hayan sido transportados a regiones diversas, donde se han mezclado a otras tradiciones preexistentes, principalmente a ramas de la tradición hiperbórea; y es muy posible que las doctrinas de los celtas, en particular, hayan sido producto de esta fusión. Estamos muy lejos de contestar estas cosas; pero que se piense bien en esto: la forma propiamente «atlantiana» ha desaparecido hace ya millares de años, con la civilización a la que pertenecía, y cuya destrucción no puede haberse producido más que a consecuencia de una desviación que era quizás comparable, bajo algunos aspectos, a la que constatamos hoy día, aunque con una notable diferencia teniendo en cuenta que la humanidad no había entrado todavía entonces en el Kali-Yuga; es así como esta tradición no correspondía más que a un periodo secundario de nuestro ciclo, y como sería un gran error pretender identificarla a la tradición primordial de la que han salido todas las demás, y que es la única que permanece desde el comienzo hasta el fin. Estaría fuera de propósito exponer aquí todos los datos que justifican estas afirmaciones; no retendremos de ellos más que la conclusión, que es la imposibilidad de hacer revivir al presente una tradición «atlantiana», o incluso de vincularse a ella más o menos directamente; por lo demás, hay mucha fantasía en las tentativas de esta suerte. Por eso no es menos verdad que puede ser interesante buscar el origen de los elementos que se encuentran en las tradiciones posteriores, provisto que se haga con todas las precauciones necesarias para guardarse de algunas ilusiones; pero estas investigaciones no pueden desembocar en ningún caso en la resurrección de una tradición que no estaría adaptada a ninguna de las condiciones actuales de nuestro mundo.
Hay otros que quieren vincularse al «celtismo», y, porque hacen llamada así a algo que está menos alejado de nosotros, puede parecer que lo que proponen sea menos irrealizable; no obstante, ¿dónde encontrarían hoy día el «celtismo» en el estado puro, y dotado todavía de una vitalidad suficiente como para que sea posible tomar ahí un punto de apoyo? En efecto, no hablamos de reconstituciones arqueológicas o simplemente «literarias», como se han visto algunas; se trata de algo diferente. Que elementos célticos muy reconocibles y todavía utilizables hayan llegado hasta nosotros por diversos intermediarios, eso es verdad; pero estos elementos están muy lejos de representar la integralidad de una tradición, y, cosa sorprendente, ésta, en los países mismos donde vivió antaño, se ignora ahora más completamente aún que las de muchas civilizaciones que fueron siempre extranjeras a esos mismos países; ¿no hay algo ahí que debería hacer reflexionar, al menos a aquellos que no están enteramente dominados por una idea preconcebida? Diremos más: en todos los casos como ese, donde se trata de los vestigios dejados por civilizaciones desaparecidas, no es posible comprenderlos verdaderamente sino por comparación con lo que hay de similar en las civilizaciones tradicionales que están todavía vivas; y otro tanto se puede decir para la edad media misma, donde se encuentran tantas cosas cuya significación está perdida para los occidentales modernos. Esta toma de contacto con las tradiciones cuyo espíritu subsiste todavía es el único medio de revivificar aquello que todavía es susceptible de serlo; y, como ya lo hemos indicado muy frecuentemente, éste es uno de los mayores servicios que Oriente pueda prestar a Occidente. No negamos la supervivencia de un cierto «espíritu céltico», que todavía puede manifestarse bajo formas diversas, como lo ha hecho ya en diferentes épocas; pero cuando se llega a asegurarnos que existen todavía centros espirituales que conservan integralmente la tradición druídica, esperamos que se nos proporcione la prueba de ello, y, hasta nueva orden, eso nos parece muy dudoso, cuando no enteramente inverosímil.
La verdad es que, en la edad media, los elementos célticos subsistentes han sido asimilados por el Cristianismo; la leyenda del «Santo Grial», con todo lo que se relaciona con ella, es, a este respecto, un ejemplo particularmente probatorio y significativo. Por lo demás, pensamos que una tradición occidental, si llegara a reconstituirse, tomaría forzosamente una forma exterior religiosa, en el sentido más estricto de esta palabra, y que esta forma no podría ser más que cristiana, ya que, por una parte, las demás formas posibles son desde hace mucho tiempo extrañas a la mentalidad occidental, y, por otra, es únicamente en el Cristianismo, decimos más precisamente aún en el Catolicismo, donde se encuentran, en Occidente, los restos del espíritu tradicional que sobreviven todavía. Toda tentativa «tradicionalista» que no tenga en cuenta este hecho está inevitablemente abocada al fracaso, porque carece de base; es muy evidente que uno no puede apoyarse más que sobre lo que existe de una manera efectiva, y que, allí donde falta la continuidad, no puede haber más que reconstituciones artificiales y que no podrían ser viables; si se objeta que el Cristianismo mismo, en nuestra época, ya no se comprende apenas verdaderamente y en su sentido profundo, responderemos que al menos ha guardado, en su forma misma, todo lo que es necesario para proporcionar la base de que se trata. La tentativa menos quimérica, la única incluso que no choca con imposibilidades inmediatas, sería pues aquella que apuntara a restaurar algo comparable a lo que existió en la edad media, con las diferencias requeridas por la modificación de las circunstancias; y, para todo lo que está enteramente perdido en Occidente, convendría hacer llamada a las tradiciones que se han conservado integralmente, como lo indicábamos hace un momento, y cumplir después un trabajo de adaptación que solo podría ser la obra de una élite intelectual fuertemente constituida. Todo eso, lo hemos dicho ya; pero es bueno insistir aún en ello, porque actualmente tienen libre curso muchos delirios inconsistentes, y también porque es menester comprender bien que, si las tradiciones orientales, en sus formas propias, pueden ciertamente ser asimiladas por una élite que, por definición, en cierto modo, debe estar más allá de todas las formas, jamás podrán serlo sin duda, a menos de transformaciones imprevistas, por la generalidad de los occidentales, para quienes no han sido hechas. Si una élite occidental llega a formarse, el conocimiento verdadero de las doctrinas orientales, por la razón que acabamos de indicar, le será indispensable para desempeñar su función; pero aquellos que no tendrán más que recoger el beneficio de su trabajo, y que serán el mayor número podrán muy bien no tener ninguna consciencia de estas cosas, y la influencia que recibirán de ellas, por así decir sin sospecharlo y en todo caso por medios que se les escaparán enteramente, no será por eso menos real ni menos eficaz. Nos no hemos dicho nunca cosa; pero hemos creído deber repetirlo aquí tan claramente como es posible, porque, si debemos esperar no ser siempre enteramente comprendido por todos, aspiramos al menos a que no se nos atribuyan intenciones que no son de ninguna manera las nuestras.
Pero dejemos ahora de lado todas las anticipaciones, puesto que es el presente estado de cosas el que debe ocuparnos sobre todo, y volvamos todavía un instante sobre las ideas de restauración de una «tradición occidental», tales como podemos observarlas alrededor de nosotros. Una sola precisión bastaría para mostrar que estas ideas no están «en el orden», si es permisible expresarse así: es que casi siempre se conciben en un espíritu de hostilidad más o menos confesada frente al Oriente. Esos mismos que querrían apoyarse sobre el Cristianismo, es menester decirlo, están a veces animados por este espíritu; parecen buscar ante todo descubrir oposiciones que, en realidad, son perfectamente inexistentes; ¡es así como hemos oído emitir esta opinión absurda, de que, si las mismas cosas se encuentran a la vez en el Cristianismo y en las doctrinas orientales, expresadas por una parte y por otra bajo una forma casi idéntica, no tienen sin embargo la misma significación en los dos casos, y que tienen incluso una significación contraria! Aquellos que emiten semejantes afirmaciones prueban con ello que, cualesquiera que sean sus pretensiones, no han ido muy lejos en la comprehensión de las doctrinas tradicionales, puesto que no han entrevisto la identidad fundamental que se disimula bajo todas las diferencias de formas exteriores, y puesto que, allí mismo donde esta identidad deviene completamente patente, aún se obstinan en desconocerla. Esos también, no consideran el Cristianismo mismo más que de una manera completamente exterior, que no podría responder a la noción de una verdadera doctrina tradicional, que ofrece en todos los órdenes una síntesis completa; es que les falta el principio, en lo cual están afectados, mucho más de lo que pueden pensar, por ese espíritu moderno contra el que no obstante querrían reaccionar; y, cuando les ocurre que emplean la palabra «tradición», no la toman ciertamente en el mismo sentido que nos.
En la confusión mental que caracteriza a nuestra época, se llega a aplicar indistintamente esta misma palabra «tradición» a toda suerte de cosas, frecuentemente muy insignificantes, como simples costumbres sin ningún alcance y a veces de origen completamente reciente; hemos señalado en otra parte un abuso del mismo género en lo que concierne a la palabra «religión». Es menester no fiarse de estas desviaciones del lenguaje, que traducen una suerte de degeneración de las ideas correspondientes; y no porque alguien se titule de «tradicionalista» es seguro que sepa, siquiera imperfectamente, lo que es la tradición en el verdadero sentido de esta palabra. Por nuestra parte, nos negamos absolutamente a dar este nombre a todo lo que es de orden puramente humano; no es inoportuno declararlo expresamente cuando uno se encuentra a cada instante, por ejemplo, una expresión como la de «filosofía tradicional». Una filosofía, incluso si es verdaderamente todo lo que puede ser, no tiene ningún derecho a ese título, porque está toda entera en el orden racional, incluso si no niega lo que la rebasa, y porque no es más que una construcción edificada por individuos humanos, sin revelación o inspiración de ningún tipo, o, para resumir todo eso en una sola palabra, porque es algo esencialmente «profano». Por lo demás, a pesar de todas las ilusiones en las que algunos parecen complacerse, no es ciertamente una ciencia completamente «libresca» la que puede bastar para enderezar la mentalidad de una raza y de una época; y es menester para eso otra cosa que una especulación filosófica, que, incluso en el caso más favorable, está condenada, por su naturaleza misma, a permanecer completamente exterior y mucho más verbal que real. Para restaurar la tradición perdida, para revivificarla verdaderamente, es menester el contacto del espíritu tradicional vivo, y, ya lo hemos dicho, es únicamente en Oriente donde este espíritu está todavía plenamente vivo; no es menos verdad que eso mismo supone ante todo, en Occidente, una aspiración hacia un retorno a este espíritu tradicional, aunque no puede ser apenas más que una simple aspiración. Por lo demás, los pocos movimientos de reacción «antimoderna», muy incompleta en nuestra opinión, que se han producido hasta aquí, no pueden más que confirmarnos en esta convicción, ya que todo eso, que es sin duda excelente en su parte negativa y crítica, está muy alejado no obstante de una restauración de la verdadera intelectualidad y no se desarrolla más que en los límites de un horizonte mental bastante restringido. Sin embargo, ya es algo, en el sentido de que es el indicio de un estado de espíritu del que se habría tenido mucho trabajo en encontrar el menor rastro hace muy pocos años; si todos los occidentales ya no son unánimes en su contento con el desarrollo exclusivamente material de la civilización moderna, eso es quizás un signo de que, para ellos, toda esperanza de salvación no está todavía enteramente perdida.
Sea como sea, si se supone que Occidente, de una manera cualquiera, vuelve de nuevo a la tradición, su oposición con Oriente se encontraría por eso mismo resuelta y dejaría de existir, puesto que ella no ha tomado nacimiento sino por el hecho de la desviación occidental, y puesto que no es en realidad más que la oposición del espíritu tradicional y del espíritu antitradicional. Así, contrariamente a lo que suponen aquellos a los que hacíamos alusión hace un instante, el retorno a la tradición tendría, entre sus primeros resultados, hacer inmediatamente posible un entendimiento con Oriente, como ese entendimiento es posible entre todas las civilizaciones que poseen elementos comparables o equivalentes, y entre esas civilizaciones solamente, ya que son estos elementos los que constituyen el único terreno sobre el que este entendimiento puede operarse válidamente. El verdadero espíritu tradicional, de cualquier forma que se revista, es por todas partes y siempre el mismo en el fondo; las formas diversas, que están especialmente adaptadas a tales o a cuales condiciones mentales, a tales o a cuales circunstancias de tiempo y de lugar, no son más que expresiones de una única y misma verdad; pero es menester poder colocarse en el orden de la intelectualidad pura para descubrir esta unidad bajo su aparente multiplicidad. Por lo demás, es en este orden intelectual donde residen los principios de los que todo el resto depende normalmente a título de consecuencias o de aplicaciones más o menos alejadas; así pues, es sobre estos principios donde es menester estar de acuerdo ante todo, si debe tratarse de un entendimiento verdaderamente profundo, puesto que eso es todo lo esencial; y, desde que se comprenden realmente, el acuerdo se hace por sí mismo. En efecto, es menester destacar que el conocimiento de los principios, que es el conocimiento por excelencia, el conocimiento metafísico en el verdadero sentido de esta palabra, es universal como los principios mismos, y por tanto enteramente libre de todas las contingencias individuales, que intervienen por el contrario necesariamente desde que se desciende a sus aplicaciones; así, este dominio puramente intelectual es el único donde no hay necesidad de un esfuerzo de adaptación entre mentalidades diferentes. Además, cuando se cumple un trabajo de este orden, ya no hay más que desarrollar los resultados para que el acuerdo en todos los demás dominios se encuentre igualmente realizado, puesto que, como acabamos de decirlo, es de eso de lo que depende todo directa o indirectamente; por el contrario, el acuerdo obtenido en un dominio particular, al margen de los principios, será siempre eminentemente inestable y precario, y mucho más semejante a una combinación diplomática que a un verdadero entendimiento. Por eso es por lo que este entendimiento, insistimos aún en ello, no puede operarse realmente más que por arriba, y no por abajo, y esto debe entenderse en un doble sentido: es menester partir de lo que hay más elevado, es decir, de los principios, para descender gradualmente a los diversos órdenes de aplicaciones observando siempre rigurosamente la dependencia jerárquica que existe entre ellos; y esta obra, por su carácter mismo, no puede ser más que la de una élite, dando a esta palabra su acepción más verdadera y más completa: es de una élite intelectual de lo que queremos hablar exclusivamente, y, a nuestros ojos, no podría haber otras, puesto que todas las distinciones sociales exteriores carecen de importancia desde el punto de vista donde nos colocamos.
Éstas pocas consideraciones pueden hacer comprender ya todo lo que le falta a la civilización occidental moderna, no solo en cuanto a la posibilidad de un acercamiento efectivo a las civilizaciones orientales, sino también en sí misma, para ser una civilización normal y completa; por lo demás, la verdad sea dicha, las dos cuestiones están tan estrechamente ligadas que no constituyen más que una, y acabamos de dar precisamente las razones por las que ello es así. Ahora tendremos que mostrar más completamente en qué consiste el espíritu antitradicional, que es propiamente el espíritu moderno, y cuáles son las consecuencias que lleva en sí mismo, consecuencias que vemos desarrollarse con una lógica despiadada en los acontecimientos actuales; pero, antes de llegar ahí, se impone todavía una última reflexión. Ser resueltamente «antimoderno», no es ser «antioccidental», si se puede emplear esta palabra, puesto que, al contrario, es hacer el único esfuerzo que sea válido para intentar salvar a Occidente de su propio desorden; y, por otra parte, ningún Oriental fiel a su propia tradición puede considerar las cosas de diferente modo a cómo lo hacemos nos mismo; ciertamente, hay muchos menos adversarios del Occidente como tal, lo que por lo demás apenas tendría sentido, que del Occidente en tanto se identifica a la civilización moderna. Algunos hablan hoy día de la «defensa de Occidente», lo que es verdaderamente singular, cuando, como lo veremos más adelante, es Occidente el que amenaza con sumergirlo todo y con arrastrar a la humanidad entera en el torbellino de su actividad desordenada; singular, decimos, y completamente injustificado, si entienden, como así parece a pesar de algunas restricciones, que esta defensa debe dirigirse contra Oriente, ya que el verdadero Oriente no piensa ni en atacar ni en dominar nada, y no pide más que su independencia y su tranquilidad, lo que, se convendrá en ello, es bastante legítimo. No obstante, la verdad es que Occidente tiene en efecto gran necesidad de ser defendido, pero únicamente contra sí mismo, contra sus propias tendencias que, si se llevan al extremo, le conducirán inevitablemente a la ruina y a la destrucción; así pues, es más bien «reforma de Occidente» lo que sería menester decir, y esta reforma, si fuera lo que debe ser, es decir, una verdadera restauración tradicional, tendría como consecuencia completamente natural un acercamiento a Oriente. Por nuestra parte, no pedimos más que contribuir, en la medida de nuestros medios, a la vez a esta reforma y a este acercamiento, si no obstante hay tiempo todavía, y si puede obtenerse un tal resultado antes de la catástrofe final hacia la que la civilización marcha a grandes pasos; pero, incluso si fuera ya demasiado tarde para evitar esta catástrofe, el trabajo cumplido en esta intención no sería inútil, ya que, en todo caso, serviría para preparar, por lejanamente que esto sea, esa «discriminación» de la que hablábamos al comienzo, y para asegurar así la conservación de los elementos que deberán escapar al naufragio del mundo actual para devenir los gérmenes del mundo futuro.
CAPÍTULO III
Conocimiento y acción
Consideremos ahora, de una manera más particular, uno de los principales aspectos de la oposición que existe actualmente entre el espíritu oriental y el espíritu occidental, y que, más generalmente, es la del espíritu tradicional y del espíritu antitradicional, así como lo hemos explicado. Desde un cierto punto de vista, que, por lo demás, es uno de los más fundamentales, esta oposición aparece como la de la contemplación y de la acción, o, para hablar más exactamente, como la que recae sobre los lugares respectivos que conviene atribuir a uno y al otro de estos dos términos. En su relación, éstos pueden considerarse de varias maneras diferentes: ¿son verdaderamente dos contrarios como parece pensarse lo más frecuentemente, o no serían más bien dos complementarios, o no habría todavía entre ellos, en realidad, no una relación de coordinación, sino de subordinación? Tales son los diferentes aspectos de la cuestión, y estos aspectos se refieren a otros tantos puntos de vista, por lo demás de importancia muy desigual, pero de los que cada uno puede justificarse bajo algunos aspectos y corresponde a un cierto orden de realidad.
Primero, el punto de vista más superficial, el más exterior de todos, es el que consiste en oponer pura y simplemente la una a la otra, la contemplación y la acción, como dos contrarios en el sentido propio de esta palabra. La oposición, en efecto, existe en las apariencias, eso es incontestable; y, no obstante, si fuera absolutamente irreductible, habría una incompatibilidad completa entre contemplación y acción, que así jamás podrían encontrarse reunidas. Ahora bien, de hecho, ello no es así; no hay, al menos en los casos normales, pueblo, y ni siquiera quizás individuo, que pueda ser exclusivamente contemplativo o exclusivamente activo. Lo que es verdad, es que hay ahí dos tendencias de las cuales una o la otra domina casi necesariamente, de tal suerte que el desarrollo de una parece efectuarse en detrimento de la otra, por la simple razón de que la actividad humana, entendida en su sentido más general, no puede ejercerse igualmente y a la vez en todos los dominios y en todas las direcciones. Eso es lo que da la apariencia de una oposición: pero debe haber una conciliación posible entre estos contrarios o supuestos tales; y, por lo demás, se podría decir otro tanto para todos los contrarios, que dejan de ser tales desde que, para considerarlos, uno se eleva por encima de un cierto nivel, aquel donde su oposición tiene toda su realidad. Quien dice oposición o contraste dice, por eso mismo, desarmonía o desequilibrio, es decir, algo que, ya lo hemos indicado suficientemente, no puede existir más que desde un punto de vista relativo, particular y limitado.
Por consiguiente, al considerar la contemplación y la acción como complementarios, uno se coloca en un punto de vista ya más profundo y más verdadero que el precedente, dado que la oposición se encuentra ahí conciliada y resuelta, puesto que estos dos términos se equilibran en cierto modo el uno por el otro. Se trataría entonces, parece, de dos elementos igualmente necesarios, que se completan y se apoyan mutuamente, y que constituyen la doble actividad, interior y exterior, de un solo y mismo ser, ya sea que cada hombre se tome en particular o ya sea que la humanidad se considere colectivamente. Esta concepción es ciertamente más armoniosa y más satisfactoria que la primera; no obstante, si uno se atuviera exclusivamente a ella, se estaría tentado, en virtud de la correlación así establecida, a colocar sobre el mismo plano la contemplación y la acción, de suerte que no habría más que esforzarse en mantener tanto como fuera posible el equilibrio igual entre ellas, sin plantearse jamás la cuestión de una superioridad cualquiera de una en relación a la otra; y lo que muestra bien que un tal punto de vista es todavía insuficiente, es que esta cuestión de la superioridad se plantea por el contrario efectivamente y se ha planteado siempre, cualquiera que sea el sentido en el que se haya querido resolverla.
Por lo demás, la cuestión que importa a este respecto, no es la de una predominancia de hecho, que es, sobre todo, asunto de temperamento o de raza, sino la de lo que se podría llamar una predominancia de derecho; y las dos cosas no están ligadas más que hasta un cierto punto. Sin duda, el reconocimiento de la superioridad de una de las dos tendencias incitará a desarrollarla lo más posible, con preferencia a la otra; pero, en la aplicación, por eso no es menos verdad que el lugar que tendrán la contemplación y la acción en el conjunto de la vida de un hombre o de un pueblo resultará siempre en gran parte de la naturaleza propia de éste, ya que en eso es menester tener en cuenta las posibilidades particulares de cada uno. Es manifiesto que la aptitud para la contemplación esta más extendida y más generalmente desarrollada entre los orientales; probablemente no hay ningún país donde lo esté tanto como en la India, y es por eso por lo que ésta puede ser considerada como representando por excelencia lo que hemos llamado el espíritu oriental. Por el contrario, es incontestable que, de una manera general, la aptitud para la acción, o la tendencia que resulta de esta aptitud, es la que predomina en los pueblos occidentales, en lo que concierne a la gran mayoría de los individuos, y que, incluso si esta tendencia no estuviera exagerada y desviada como lo está al presente, subsistiría no obstante, de suerte que la contemplación jamás podría ser ahí más que la ocupación de una élite mucho más restringida; por eso es por lo que se dice de buena gana en la India que, si Occidente volviera de nuevo a un estado normal y poseyera una organización social regular, se encontrarían en él sin duda muchos kshatriyas, pero pocos brâhmanes[8]. No obstante, si la élite estuviera constituida efectivamente y si su supremacía fuera reconocida, eso bastaría para que todo entre en el orden, ya que el poder espiritual no se basa de ninguna manera sobre el número, cuya ley es la de la materia; y por lo demás, obsérvese bien que, en la antigüedad y sobre todo en la edad media, la disposición natural a la acción, existente en los occidentales, no les impedía sin embargo reconocer la superioridad de la contemplación, es decir, de la inteligencia pura; ¿por qué es de otro modo en la época moderna? ¿Es por qué los occidentales, al desarrollar en exceso sus facultades de acción, han llegado a perder su intelectualidad, y, para consolarse de ello, han inventado teorías que ponen a la acción por encima de todo y llegan incluso, como el «pragmatismo», hasta negar que exista nada válido fuera de ella, o bien es al contrario esta manera de ver la que, habiendo prevalecido primero, ha conducido a la atrofia intelectual que constatamos hoy día? En las dos hipótesis, y también en el caso bastante probable donde la verdad se encontraría en una combinación de la una y de la otra, los resultados son exactamente los mismos; al punto donde han llegado las cosas, es tiempo de reaccionar, y es aquí, lo repetimos una vez más, donde Oriente puede venir en ayuda de Occidente, si éste así lo quiere, no para imponerle concepciones que le son extranjeras, como algunos parecen temerlo, sino más bien para ayudarle a reencontrar su propia tradición cuyo sentido ha perdido.
Se podría decir que la antítesis de Oriente y de Occidente, en el estado de cosas presente, consiste en que Oriente mantiene la superioridad de la contemplación sobre la acción, mientras que el Occidente moderno afirma al contrario la superioridad de la acción sobre la contemplación. Aquí, ya no se trata ya, como cuando se hablaba simplemente de oposición o de complementarismo, y por tanto de una relación de coordinación entre los dos términos presentes, ya no se trata, decimos, de puntos de vista de los que cada uno puede tener su razón de ser y ser aceptado al menos como la expresión de una cierta verdad relativa; pero, puesto que una relación de subordinación es irreversible por su naturaleza misma, las dos concepciones son realmente contradictorias, y por tanto exclusivas una de la otra, de suerte que, forzosamente, desde que se admite que hay efectivamente subordinación, una es verdadera y la otra falsa. Antes de ir al fondo mismo de la cuestión, destacamos todavía esto: mientras que el espíritu que se ha mantenido en Oriente es verdaderamente el de todos los tiempos, así como lo decíamos más atrás, el otro espíritu no ha aparecido más que en una época muy reciente, lo que, al margen de toda otra consideración, ya puede hacer pensar que es algo anormal. Esta impresión es confirmada por la exageración misma donde, siguiendo la tendencia que le es propia, cae el espíritu occidental moderno, que, no contento con proclamar en toda ocasión la superioridad de la acción, ha llegado a hacer de ella su preocupación exclusiva y a negar todo valor a la contemplación, cuya verdadera naturaleza, por lo demás, ignora o desconoce enteramente. Por el contrario, las doctrinas orientales, aunque afirman tan claramente como es posible la superioridad e incluso la transcendencia de la contemplación en relación a la acción, por eso no acuerdan menos a ésta su lugar legítimo y reconocen de buena gana su importancia en el orden de las contingencias humanas[9].
Las doctrinas orientales, y también las antiguas doctrinas occidentales, son unánimes al afirmar que la contemplación es superior a la acción, como lo inmutable es superior al cambio[10]. Puesto que la acción no es más que una modificación transitoria y momentánea del ser, no podría tener en sí misma su principio y su razón suficiente; si no se vincula a un principio que está más allá de su dominio contingente, no es más que una pura ilusión; y este principio del que saca toda la realidad de la que es susceptible, y su existencia y su posibilidad misma, no puede encontrarse más que en la contemplación o, si se prefiere, en el conocimiento, ya que, en el fondo, estos dos términos son sinónimos o al menos coincidentes, puesto que el conocimiento mismo y la operación por la que se le alcanza no pueden ser separados de ninguna manera[11]. Del mismo modo, el cambio, en su acepción más general, es ininteligible y contradictorio, es decir, imposible, sin un principio del que procede y que, por eso mismo de que es su principio, no puede estarle sometido, y por tanto es forzosamente inmutable; y es por eso por lo que, en la antigüedad occidental, Aristóteles había afirmado la necesidad del «motor inmóvil» de todas las cosas. Este papel de «motor inmóvil» lo juega precisamente el conocimiento en relación a la acción; es evidente que ésta pertenece toda entera al mundo del cambio, del «devenir»; únicamente el conocimiento permite salir de ese mundo y de las limitaciones que le son inherentes, y, cuando alcanza lo inmutable, lo que es el caso de conocimiento principial o metafísico que es el conocimiento por excelencia, él mismo posee la inmutabilidad, ya que todo conocimiento verdadero es esencialmente identificación con su objeto. Es eso justamente lo que ignoran los occidentales modernos, que, en hecho de conocimientos, no consideran más que un conocimiento racional y discursivo, y por tanto indirecto e imperfecto, lo que se podría llamar un conocimiento por reflejo, y que incluso, cada vez más, no aprecian este conocimiento inferior sino en la medida en que puede servir inmediatamente a fines prácticos; comprometidos en la acción hasta el punto de negar todo lo que la rebasa, no se aperciben de que esta acción misma degenera así, por falta de principio, en una agitación tan vana como estéril.
Ese es, en efecto, el carácter más visible de la época moderna: necesidad de agitación incesante, de cambio continuo, de velocidad que crece sin cesar como la velocidad con la que se desenvuelven los acontecimientos mismos. Es la dispersión en la multiplicidad, y en una multiplicidad que ya no está unificada por la consciencia de ningún principio superior; es, en la vida corriente tanto como en las concepciones científicas, el análisis llevado al extremo, la división indefinida, una verdadera desagregación de la actividad humana en todos los órdenes donde todavía puede ejercerse; y de ahí la inaptitud para la síntesis, la imposibilidad de toda concentración, tan llamativa a los ojos de los orientales. Son las consecuencias naturales e inevitables de una materialización cada vez más acentuada, ya que la materia es esencialmente multiplicidad y división, y es por eso por lo que, lo decimos de pasada, todo lo que procede de ella no puede engendrar más que luchas y conflictos de todo tipo, tanto entre los pueblos como entre los individuos. Cuanto más se hunde uno en la materia, tanto más se acentúan y se amplifican los elementos de división; inversamente, cuanto más se eleva uno hacia la espiritualidad pura, tanto más se acerca a la unidad, que no puede realizarse plenamente más que por la consciencia de los principios universales.
Lo que es más extraño, es que el movimiento y el cambio se buscan verdaderamente por sí mismos, y no con miras a una meta cualquiera, a la cual podrían conducir; y este hecho resulta directamente de la absorción de todas las facultades humanas por la acción exterior, cuyo carácter momentáneo señalábamos hace un momento. Es también la dispersión considerada bajo un aspecto diferente, y en un estadio más acentuado: es, se podría decir, como una tendencia a la instantaneidad, que tiene como límite un estado de puro desequilibrio, que, si se pudiera alcanzar, coincidiría con la disolución final de este mundo; y es también uno de los signos más claros del último periodo del Kali-Yuga.
Bajo esta relación también, la misma cosa se produce en el orden científico: es la investigación por la investigación, mucho más todavía que por los resultados parciales y fragmentarios en los que desemboca; es la sucesión cada vez más rápida de teorías y de hipótesis sin fundamento, que, apenas edificadas, se vienen abajo para ser reemplazadas por otras que durarán menos todavía, verdadero caos en medio del cual sería vano buscar algunos elementos definitivamente adquiridos, si no es una monstruosa acumulación de hechos y de detalles que no pueden probar ni significar nada. Aquí hablamos, bien entendido, de lo que concierne al punto de vista especulativo, en la medida en que subsiste todavía; en lo que concierne a las aplicaciones prácticas, hay al contrario resultados incontestables, y eso se comprende sin esfuerzo, puesto que estas aplicaciones se refieren inmediatamente al dominio material, y puesto que este dominio es precisamente el único donde el hombre moderno pueda jactarse de una superioridad real. Así pues, es menester esperar que los descubrimientos o más bien las invenciones mecánicas e industriales vayan aún desarrollándose y multiplicándose, cada vez más rápido ellas también, hasta el fin de la edad actual; ¿y quién sabe si, con los peligros de destrucción que llevan en sí mismas, no serán uno de los principales agentes de la última catástrofe, si las cosas llegan a un punto tal que ésta no pueda ser evitada?
En todo caso, de una manera muy general se siente la impresión de que ya no hay, en el estado actual, ninguna estabilidad; pero, mientras que algunos sienten el peligro e intentan reaccionar, la mayor parte de nuestros contemporáneos se complacen en este desorden donde ven como una imagen exteriorizada de su propia mentalidad. En efecto, hay una exacta correspondencia entre un mundo donde todo parece estar en puro «devenir», donde ya no hay ningún lugar para lo inmutable y lo permanente, y el estado de espíritu de los hombres que hacen consistir toda realidad en este mismo «devenir», lo que implica la negación del verdadero conocimiento, así como también la del objeto mismo de este conocimiento, queremos decir de los principios transcendentes y universales. Se puede incluso ir más lejos: es la negación de todo conocimiento real, en cualquier orden que sea, incluso en el orden relativo, puesto que, como lo indicábamos más atrás, lo relativo es ininteligible e imposible sin lo absoluto, lo contingente sin lo necesario, el cambio sin lo inmutable, la multiplicidad sin la unidad; el «relativismo» encierra una contradicción en sí mismo, y, cuando se quiere reducir todo al cambio, se debería llegar lógicamente a negar la existencia misma del cambio; en el fondo, los argumentos famosos de Zenón de Elea no tenían otro sentido. En efecto, es menester decir que las teorías del género de aquellas de que se trata no son exclusivamente propias a los tiempos modernos, ya que es menester no exagerar; se pueden encontrar algunos ejemplos de ello en la filosofía griega, y el caso de Heráclito, con su «flujo universal», es el más conocido a este respecto; es lo que llevó a los Eléatas a combatir tanto estas concepciones, como las de los atomistas, por una suerte de reducción a lo absurdo. En la India misma, se ha encontrado algo comparable, pero, bien entendido, bajo otro punto de vista que el de la filosofía; algunas escuelas búdicas, en efecto, presentaron también el mismo carácter, ya que una de sus tesis principales era la de la «disolubilidad de todas las cosas»[12]. Únicamente, estas teorías eran entonces solo excepciones, y tales rebeliones contra el espíritu tradicional, como las que han podido producirse durante todo el curso del Kali-Yuga, no habían tenido en suma más que un alcance bastante limitado; lo que es nuevo, es la generalización de semejantes concepciones, tal como la constatamos en el Occidente contemporáneo.
Es menester notar también que las «filosofías del devenir», bajo la influencia de la idea muy reciente del «progreso», han tomado entre los modernos una forma especial, que las teorías del mismo género no habían tenido nunca entre los antiguos: esta forma, susceptible por lo demás de variedades múltiples, es lo que, de una manera general, se puede designar por el nombre de «evolucionismo». No volveremos de nuevo sobre lo que ya hemos dicho en otra parte sobre este tema; solo recordaremos que toda concepción que no admite nada más que el «devenir» es necesariamente, por eso mismo, una concepción «naturalista», que implica como tal una negación formal de todo lo que está más allá de la naturaleza, es decir, del dominio metafísico, que es el dominio de los principios inmutables y eternos. Señalaremos también, a propósito de estas teorías antimetafísicas que la idea bergsoniana de la «duración pura» corresponde exactamente a esta dispersión en la instantaneidad de la que hablábamos más atrás; la pretendida intuición que se modela sobre el flujo incesante de las cosas sensibles, lejos de poder ser el medio de un verdadero conocimiento, representa en realidad la disolución de todo conocimiento posible.
Esto nos conduce a repetir una vez más, ya que ese es un punto completamente esencial y sobre el que es indispensable no dejar subsistir ningún equívoco, que la intuición intelectual, única por la cual se obtiene el verdadero conocimiento metafísico, no tiene absolutamente nada en común con esa otra intuición de la que hablan algunos filósofos contemporáneos: ésta es del orden sensible, es propiamente infraracional, mientras que la otra, que es la inteligencia pura, es al contrario supraracional. Pero los modernos, que no conocen nada superior a la razón en el orden de la inteligencia, no conciben siquiera lo que puede ser la intuición intelectual, mientras que las doctrinas de la antigüedad y de la edad media, incluso cuando no tenían más que un carácter simplemente filosófico y, por consiguiente, no podían hacer llamada efectivamente a esta intuición, por eso no reconocían menos expresamente su existencia y su supremacía sobre todas las demás facultades. Es por eso por lo que no hubo «racionalismo» antes de Descartes; eso es también una cosa específicamente moderna, y que, por lo demás, es estrechamente solidaria del «individualismo», puesto que no es nada más que la negación de toda facultad de orden supraindividual. En tanto que los occidentales se obstinen en desconocer o en negar la intuición intelectual, no podrán tener ninguna tradición en el verdadero sentido de esta palabra, y no podrán entenderse tampoco con los auténticos representantes de las civilizaciones orientales, en las que todo está como suspendido de esta intuición, inmutable e infalible en sí misma, y único punto de partida de todo desarrollo conforme a las normas tradicionales.
CAPÍTULO IV
Ciencia sagrada y ciencia profana
Acabamos de decir que, en las civilizaciones que poseen el carácter tradicional, la intuición intelectual está en el principio de todo; en otros términos, es la pura doctrina metafísica la que constituye lo esencial, y todo lo demás se vincula a ella a título de consecuencias o de aplicaciones a los diversos órdenes de realidades contingentes. Ello es así concretamente para las instituciones sociales; y, por otra parte, la misma cosa es verdadera también en lo que concierne a las ciencias, es decir, a los conocimientos que se refieren al dominio de lo relativo, y que, en tales civilizaciones, no pueden considerarse más que como simples dependencias y en cierto modo como prolongamientos o reflejos del conocimiento absoluto y principial. Así, la verdadera jerarquía se observa por todas partes y siempre: lo relativo no se tiene como inexistente, lo que sería absurdo; se toma en consideración en la medida en que merece serlo, pero se pone en su sitio justo, que no puede ser más que un sitio secundario y subordinado; y, en lo relativo mismo, hay grados muy diversos, según se trate de cosas más o menos alejadas del dominio de los principios.
Así pues, en lo que concierne a las ciencias, hay dos concepciones radicalmente diferentes e incluso incompatibles entre sí, que podemos llamar la concepción tradicional y la concepción moderna; hemos tenido frecuentemente la ocasión de hacer alusión a aquellas «ciencias tradicionales» que existieron en la antigüedad y en la edad media, y que existen todavía en Oriente, pero cuya idea misma es totalmente extraña a los occidentales de nuestros días. Es menester agregar que cada civilización ha tenido «ciencias tradicionales» de un tipo particular, que le pertenecían en propiedad, puesto que, aquí, ya no estamos en el orden de los principios universales, orden al que se refiere únicamente la metafísica pura, sino en el orden de las adaptaciones, donde, por eso mismo de que se trata de un dominio contingente, debe tenerse en cuenta el conjunto de las condiciones, mentales y otras, que son las de tal pueblo determinado, y diríamos incluso las de tal periodo de la existencia de ese pueblo, puesto que hemos visto más atrás que hay épocas en las que las «readaptaciones» devienen necesarias. Estas «readaptaciones» no son más que cambios de forma, que no tocan en nada a la esencia misma de la tradición; en lo que concierne a la doctrina metafísica, únicamente la expresión puede ser modificada, de una manera que es bastante comparable a la traducción de una lengua a otra; cualesquiera que sean las formas de las que se envuelve para expresarse en la medida en la que eso es posible, no hay absolutamente más que una metafísica, como no hay más que una verdad. Pero, cuando se pasa a las aplicaciones, el caso es naturalmente diferente: con las ciencias, tanto como con las instituciones sociales, estamos en el mundo de la forma y de la multiplicidad; por eso es por lo que se puede decir que formas diferentes constituyen verdaderamente ciencias diferentes, incluso si, al menos parcialmente, tienen el mismo objeto. Los lógicos tienen el hábito de considerar una ciencia como enteramente definida por su objeto, lo que es inexacto por exceso de simplificación; el punto de vista desde el que se considera este objeto debe entrar también en la definición de la ciencia. Hay una multitud indefinida de ciencias posibles; puede ocurrir que varias ciencias estudien las mismas cosas, pero bajo aspectos tan diferentes, y, por consiguiente, con métodos y con intenciones tan diferentes también, que por eso no son menos ciencias realmente distintas. En particular, este caso puede presentarse para las «ciencias tradicionales» de civilizaciones diversas, que, aunque comparables entre sí, no obstante no son siempre asimilables las unas a las otras, y, frecuentemente, solo abusivamente podrían designarse por los mismos nombres. No hay que decir que la diferencia es todavía mucho más considerable si, en lugar de establecer una comparación entre «ciencias tradicionales», que al menos tienen todas el mismo carácter fundamental, se quiere comparar estas ciencias, de una manera general, a las ciencias tales como las conciben los modernos; a primera vista, puede parecer a veces que el objeto sea el mismo por una parte y por otra, y, sin embargo, el conocimiento que los dos tipos de ciencias dan respectivamente de ese objeto es tan diferente, que, después de un examen más amplio, se vacila en afirmar todavía su identidad, ni siquiera bajo un cierto aspecto solo.
No serán inútiles algunos ejemplos para hacer comprender mejor aquello de que se trata; y, primero, tomaremos un ejemplo de un alcance muy extenso, el de la «física» tal como es comprendida por los antiguos y por los modernos; por lo demás, en este caso no hay ninguna necesidad de salir del mundo occidental para ver la diferencia profunda que separa las dos concepciones. El término de «física», en su acepción primera y etimológica, no significa otra cosa que «ciencia de la naturaleza», sin restricción alguna; así pues, es la ciencia que concierne a las leyes más generales del «devenir», ya que «naturaleza» y «devenir» son en el fondo sinónimos, y es en efecto así como la entendían los Griegos, y concretamente Aristóteles; si existen ciencias más particulares que se refieren al mismo orden, son entonces «especificaciones» de la física para tal o cual dominio más estrechamente determinado. Así pues, ya hay algo bastante significativo en la desviación que los modernos han hecho sufrir a esta palabra «física» al emplearla para designar exclusivamente una ciencia particular entre otras ciencias que, todas por igual, son ciencias de la naturaleza; este hecho se relaciona con la fragmentación que ya hemos señalado como uno de los caracteres de la ciencia moderna, con esa «especialización» engendrada por el espíritu de análisis, y que se lleva hasta el punto de hacer verdaderamente inconcebible, para aquellos que sufren su influencia, una ciencia que se dedique a la naturaleza considerada en su conjunto. No es que no se hayan destacado frecuentemente algunos de los inconvenientes de esta «especialización», y sobre todo la estrechez de miras que es su consecuencia inevitable; pero parece que aquellos mismos que se daban cuenta de ello más claramente se hayan resignado no obstante a considerarla como un mal necesario, en razón de la acumulación de los conocimientos de detalle que ningún hombre podría abarcar de un solo vistazo; de ello se deduce que no han comprendido, por una parte, que esos conocimientos de detalle son insignificantes en sí mismos y no valen que se les sacrifique un conocimiento sintético que, incluso limitándose todavía a lo relativo, es de un orden mucho más elevado, y, por otra, que la imposibilidad en que uno se encuentra de unificar su multiplicidad viene solamente de que uno se ha prohibido vincularlos a un principio superior, de que uno se ha obstinado en proceder por abajo y desde el exterior, mientras que habría sido menester hacer todo lo contrario para tener una ciencia que poseyera un valor especulativo real.
Si se quiere comparar la física antigua, no a lo que los modernos designan con la misma palabra, sino al conjunto de las ciencias de la naturaleza tales como están constituidas actualmente, ya que eso es lo que deberá corresponderle en realidad, hay pues lugar a observar, como primera diferencia, la división en múltiples «especialidades» que son por así decir extrañas las unas a las otras. Sin embargo, ese no es más que el lado más exterior de la cuestión, y sería menester no pensar que, reuniendo todas esas ciencias especiales, se obtendría un equivalente de la antigua física. La verdad es que el punto de vista es completamente diferente, y es aquí donde vemos aparecer la diferencia esencial entre las dos concepciones de que hablábamos hace un momento: la concepción tradicional, decíamos, vincula todas las ciencias a los principios como otras tantas aplicaciones particulares, y es este vinculamiento lo que no admite la concepción moderna. Para Aristóteles, la física no era más que «segunda» en relación a la metafísica, es decir, que era dependiente de ella, que no era en el fondo más que una aplicación, al dominio de la naturaleza, de los principios superiores a la naturaleza, principios que se reflejan en sus leyes; y se puede decir otro tanto de la «cosmología» de la edad media. La concepción moderna, al contrario, pretende hacer las ciencias independientes, negando todo lo que las rebasa, o al menos declarándolo «incognoscible» y rehusándose a tenerlo en cuenta, lo que equivale también a negarlo prácticamente; esta negación existía de hecho mucho tiempo antes de que se haya pensado en erigirla en teoría sistemática bajo nombres tales como los de «positivismo» y de «agnosticismo», ya que se puede decir que ella está verdaderamente en el punto de partida de toda la ciencia moderna. Únicamente, apenas ha sido en el siglo XIX cuando se ha visto a hombres hacerse glorias de su ignorancia, ya que proclamarse «agnóstico» no es otra cosa que eso, y pretender prohibir a todos el conocimiento de lo que ellos mismos ignoraban; y eso marcaba una etapa más en la decadencia intelectual de Occidente.
Al querer separar radicalmente las ciencias de todo principio superior bajo pretexto de asegurar su independencia, la concepción moderna les quita toda significación profunda e incluso todo interés verdadero desde el punto de vista del conocimiento: esta concepción no puede desembocar más que en un callejón sin salida, puesto que las encierra en un dominio irremediablemente limitado[13]. Por lo demás, el desarrollo que se efectúa en el interior de ese dominio no es una profundización como algunos se lo imaginan; permanece al contrario completamente superficial, y no consiste más que en esa dispersión en el detalle que ya hemos señalado, en un análisis tan estéril como penoso, y que puede proseguirse indefinidamente sin que se avance un solo paso en la vía del verdadero conocimiento. Tampoco es por sí misma, es menester decirlo, por lo que los occidentales, en general, cultivan la ciencia así entendida: lo que tienen sobre todo en vista, no es un conocimiento, aunque sea inferior; son las aplicaciones prácticas, y, para convencerse de que ello es así, no hay más que ver con que facilidad la mayor parte de nuestros contemporáneos confunden ciencia e industria, y cuan numerosos son aquellos para quienes el ingeniero representa el tipo mismo del sabio; pero esto se refiere a otra cuestión, que tendremos que tratar más completamente a continuación.
La ciencia, al constituirse a la manera moderna, no ha perdido solo en profundidad, sino también, se podría decir, en solidez, ya que el vinculamiento a los principios la hacía participar de la inmutabilidad de éstos en toda la medida en la que lo permitía su objeto mismo, mientras que, encerrada exclusivamente en el mundo del cambio, ya no encuentra ahí nada de estable, ningún punto fijo donde pueda apoyarse; al no partir ya de ninguna certeza absoluta, se ve reducida a probabilidades y a aproximaciones, o a construcciones puramente hipotéticas que no son más que la obra de la fantasía individual. Así pues, incluso si ocurre accidentalmente que la ciencia moderna desemboca, por una vía muy desviada, en algunos resultados que parecen concordar con algunos datos de las antiguas «ciencias tradicionales», se cometería un gran error si se viera en ello una confirmación de la que estos datos no tienen ninguna necesidad; y sería perder el tiempo querer conciliar puntos de vista totalmente diferentes, o establecer una concordancia con teorías hipotéticas que, quizás, se encontrarán enteramente desacreditadas en pocos años[14]. En efecto, para la ciencia actual, las cosas de que se trata no pueden pertenecer más que al dominio de las hipótesis, mientras que, para las «ciencias tradicionales», eran algo muy diferente y se presentaban como consecuencias indudables de verdades conocidas intuitivamente, y por tanto infaliblemente, en el orden metafísico[15]. Por lo demás, es una singular ilusión, propia del «experimentalismo» moderno, creer que una teoría puede ser probada por los hechos, mientras que, en realidad, los mismos hechos pueden explicarse siempre igualmente por varias teorías diferentes, y mientras que algunos de los promotores del método experimental, como Claude Bernard, han reconocido ellos mismos que no podían interpretarlos más que con la ayuda de «ideas preconcebidas», sin las cuales esos hechos permanecerían «hechos brutos», desprovistos de toda significación y de todo valor científico.
Puesto que hemos venido a hablar de «experimentalismo», debemos aprovechar de ello para responder a una cuestión que puede plantearse sobre este tema, y que es ésta: ¿por qué las ciencias propiamente experimentales han recibido, en la civilización moderna, un desarrollo que no han tenido nunca en otras civilizaciones? Es porque estas ciencias son las del mundo sensible, las de la materia, y es también porque son las que dan lugar a las aplicaciones prácticas más inmediatas; su desarrollo, que se acompaña de lo que llamaríamos de buena gana la «superstición del hecho», corresponde pues perfectamente a las tendencias específicamente modernas, mientras que, por el contrario, las épocas precedentes no habían podido encontrar en eso motivos de interés suficiente como para dedicarse a ello así hasta el punto de desdeñar los conocimientos de orden superior. Es menester comprender bien que, en nuestro pensamiento, no se trata de declarar ilegítimo en sí mismo un conocimiento cualquiera, incluso inferior; lo que es ilegítimo, es solo el abuso que se produce cuando cosas de este género absorben toda la actividad humana, así como lo vemos actualmente. Se podría concebir incluso que, en una civilización normal, algunas ciencias constituidas por un método experimental sean, tanto como las otras, vinculadas a los principios y provistas así de un valor especulativo real; de hecho, si este caso no parece haberse presentado, es porque la atención ha sido dirigida de preferencia por un lado diferente, y también porque, incluso cuando se trataba de estudiar el mundo sensible en la medida en que podía parecer interesante hacerlo, los datos tradicionales permitían emprender más favorablemente este estudio por otros métodos y bajo un punto de vista diferente.
Decíamos más atrás que uno de los caracteres de la época actual, es la explotación de todo lo que había sido desdeñado hasta aquí por tener una importancia demasiado secundaria para que los hombres le consagraran su actividad, y que, sin embargo, debía ser desarrollado también antes del fin de este ciclo, puesto que estas cosas tenían su lugar entre las posibilidades que estaban llamadas a manifestarse en él; en particular, este caso es precisamente el de las ciencias experimentales que han visto la luz en estos últimos siglos. Hay incluso algunas ciencias modernas que representan verdaderamente, en el sentido más literal, «residuos» de ciencias antiguas, hoy día incomprendidas: es la parte más inferior de estas últimas la que, aislándose y desvinculándose de todo el resto en un periodo de decadencia, se ha materializado groseramente, y después ha servido como punto de partida para un desarrollo completamente diferente, en un sentido conforme a las tendencias modernas, de manera de desembocar en la constitución de ciencias que ya no tienen realmente nada en común con aquellas que las han precedido. Es así como, por ejemplo, es falso decir, como se hace habitualmente, que la astrología y la alquimia han devenido respectivamente la astronomía y la química modernas, aunque en esta opinión haya una cierta parte de verdad bajo el punto de vista simplemente histórico, parte de verdad que es exactamente la que acabamos de indicar: si las últimas de estas ciencias proceden en efecto de las primeras en un cierto sentido, no es por «evolución» o «progreso» como se pretende, sino, al contrario, por degeneración; y esto requiere todavía algunas explicaciones.
Es menester destacar, primeramente, que la atribución de significaciones distintas a los términos de «astrología» y de «astronomía» es relativamente reciente; en los Griegos, estas dos palabras se empleaban indiferentemente para designar todo el conjunto de aquello a lo que la una y la otra se aplican ahora. Así pues, a primera vista, parece que, en este caso, se trata también de una de esas divisiones por «especialización» que se han establecido entre lo que, primitivamente, no eran sino partes de una ciencia única; pero lo que hay de particular aquí, es que, mientras una de esas partes, la que representaba el lado más material de la ciencia en cuestión, tomaba un desarrollo independiente, la otra parte, por el contrario, desaparecía enteramente. Eso es tan cierto que hoy día ya nadie sabe lo que podía ser la astrología antigua, y que aquellos mismos que han intentado reconstituirla no han llegado más que a verdaderas falsificaciones, ya sea queriendo hacer de ella el equivalente de una ciencia experimental moderna, con intervención de las estadísticas y del cálculo de las probabilidades, lo que procede de un punto de vista que no podía ser de ninguna manera el de la antigüedad o el de la edad media, o ya sea aplicándose exclusivamente a restaurar un «arte adivinatorio» que apenas fue más que una desviación de la astrología en vías de desaparición, y donde, todo lo más, se podría ver una aplicación muy inferior y bastante poco digna de consideración, así como todavía es posible constatarlo en las civilizaciones orientales.
El caso de la química es quizás aún más claro y más característico; y, en lo que concierne a la ignorancia de los modernos al respecto de la alquimia, es al menos tan grande como en lo que concierne a la astrología. La verdadera alquimia era esencialmente una ciencia de orden cosmológico, y, al mismo tiempo, era aplicable también al orden humano, en virtud de la analogía del «macrocosmo» y del «microcosmo»; además, estaba constituida expresamente en vista de permitir una transposición al dominio puramente espiritual, que confería a sus enseñanzas un valor simbólico y una significación superior, y que hacía de ella uno de los tipos más completos de las «ciencias tradicionales». Lo que ha dado nacimiento a la química moderna, no es esta alquimia con la que no tiene en suma ninguna relación, sino una deformación suya, una desviación en el sentido más riguroso de la palabra, desviación a la que dio lugar, quizás desde la edad media, la incomprehensión de algunos, que, incapaces de penetrar el verdadero sentido de los símbolos, tomaron todo al pie de la letra y, creyendo que no se trataba en todo eso más que de operaciones materiales, se lanzaron a una experimentación más o menos desordenada. Son esos, a quienes los alquimistas calificaban irónicamente de «sopladores» y de «quemadores de carbón», quienes fueron los verdaderos precursores de los químicos actuales; y es así como la ciencia moderna se edifica con la ayuda de los restos de las ciencias antiguas, con los materiales rechazados por éstas y abandonados a los ignorante y a los «profanos». Agregamos todavía que los supuestos renovadores de la alquimia, como se encuentran algunos entre nuestros contemporáneos, no hacen por su parte más que prolongar esta misma desviación, y que sus investigaciones están tan alejadas de la alquimia tradicional como las de los astrólogos a los que hacíamos alusión hace un momento lo están de la antigua astrología; y es por eso por lo que tenemos el derecho de afirmar que las «ciencias tradicionales» de Occidente están verdaderamente perdidas para los modernos.
Nos limitaremos a estos pocos ejemplos; no obstante, sería fácil dar todavía otros, tomados en órdenes algo diferentes, y que muestran por todas partes la misma degeneración. Así, se podría hacer ver que la psicología, tal como se entiende hoy, es decir, el estudio de los fenómenos mentales como tales, es un producto natural del empirismo anglosajón y del espíritu del siglo XVIII, y que el punto de vista al que corresponde era tan desdeñable para los antiguos que, si les ocurría a veces considerarle incidentalmente, en todo caso no habrían pensado nunca en hacer de él una ciencia especial; todo lo que puede haber de válido en todo eso se encontraba, para ellos, transformado y asimilado en puntos de vista superiores. En un dominio diferente, se podría mostrar también que las matemáticas modernas no representan por así decir más que la corteza de la matemática pitagórica, su lado puramente «exotérico»; la idea antigua de los números ha devenido incluso absolutamente ininteligible para los modernos, porque, ahí también, la parte superior de la ciencia, la que le daba, con el carácter tradicional, un valor propiamente intelectual, ha desaparecido totalmente; y este caso es bastante comparable al de la astrología. Pero no podemos pasar revista a todas las ciencias una tras otra, lo que sería más bien fastidioso; pensamos haber dicho bastante como para hacer comprender la naturaleza del cambio al que las ciencias modernas deben su origen, y que es todo lo contrario de un «progreso», que es una verdadera regresión de la inteligencia; y ahora vamos a volver a consideraciones de orden general sobre el papel respectivo de las «ciencias tradicionales» y de las ciencias modernas, sobre la diferencia profunda que existe entre el verdadero destino de unas y de otras.
Según la concepción tradicional, una ciencia cualquiera tiene menos su interés en sí misma que en el hecho de que es como un prolongamiento o una rama secundaria de la doctrina, cuya parte esencial está constituida, como lo hemos dicho, por la metafísica pura[16]. En efecto, si toda ciencia es ciertamente legítima, provisto que no ocupe sino el lugar que le conviene realmente en razón de su naturaleza propia, no obstante es fácil de comprender que, para quienquiera que posee un conocimiento de orden superior, los conocimientos inferiores pierden forzosamente mucho de su interés, y que incluso no guardan ese interés sino en función, si puede decirse, del conocimiento principial, es decir, en la medida en que, por una parte, reflejan este conocimiento en tal o cual dominio contingente, y en que, por otra, son susceptibles de conducir hacia este mismo conocimiento principial, que, en el caso que consideramos, no puede perderse nunca de vista ni ser sacrificado a consideraciones más o menos accidentales. Se trata de dos papeles complementarios que pertenecen en propiedad a las «ciencias tradicionales»: por un lado, como aplicaciones de la doctrina, permiten ligar entre sí todos los órdenes de realidad, integrarlos en la unidad de la síntesis total; por otro, para algunos al menos, y en conformidad con las aptitudes de éstos, son una preparación a un conocimiento más alto, una suerte de encaminamiento hacia este último, y, en su repartición jerárquica según los grados de existencia a los cuales se refieren, constituyen entonces como otros tantos escalones con cuya ayuda es posible elevarse hasta la intelectualidad pura[17]. Es muy evidente que las ciencias modernas no pueden desempeñar, a ningún grado, ni uno ni otro de estos dos papeles; por eso es por lo que no son y no pueden ser más que «ciencia profana», mientras que las «ciencias tradicionales», por su vinculamiento a los principios metafísicos, están incorporadas de una manera efectiva a la «ciencia sagrada».
Por lo demás, la coexistencia de los dos papeles que acabamos de indicar no implica ni contradicción ni círculo vicioso, contrariamente a lo que podrían pensar aquellos que no consideran las cosas más que superficialmente; y ese es todavía un punto sobre el que nos es menester insistir un poco. Se podría decir que en eso hay dos puntos de vista, uno descendente y el otro ascendente, de los cuales el primero corresponde a un desarrollo del conocimiento partiendo de los principios para ir a aplicaciones cada vez más alejadas de éstos, y el segundo a una adquisición gradual de este mismo conocimiento que procede desde lo inferior a lo superior, o también, si se prefiere, desde lo exterior a lo interior. Así pues, la cuestión no es saber si las ciencias deben ser constituidas desde abajo hacia arriba o desde arriba hacia abajo; si, para que sean posibles, es menester tomar como punto de partida el conocimiento de los principios o, al contrario, el del mundo sensible; esta cuestión, que puede plantearse desde el punto de vista de la filosofía «profana», y que parece haber sido planteada de hecho en ese dominio, más o menos explícitamente, por la antigüedad griega, esta cuestión, decimos, no existe para la «ciencia sagrada», que no puede partir más que de los principios universales; y lo que le quita aquí toda razón de ser, es el papel primero de la intuición intelectual, que es el más inmediato de todos los conocimientos, así como también el más elevado, y que es absolutamente independiente del ejercicio de toda facultad de orden sensible o incluso racional. Las ciencias no pueden ser constituidas válidamente, en tanto que «ciencias sagradas», más que por aquellos que, ante todo, poseen plenamente el conocimiento principial, y que, por eso, son los únicos calificados para realizar, conformemente a la ortodoxia tradicional más rigurosa, todas las adaptaciones requeridas por las circunstancias de tiempo y de lugar. Únicamente cuando las ciencias están constituidas así, su enseñanza puede seguir un orden inverso: en cierto modo son como «ilustraciones» de la doctrina pura, que pueden hacerla más fácilmente accesible a algunos espíritus; y, por eso mismo de que conciernen al mundo de la multiplicidad, la diversidad casi indefinida de sus puntos de vista puede convenir a la diversidad no menor de las aptitudes individuales de esos espíritus, cuyo horizonte está todavía limitado a ese mismo mundo de la multiplicidad; las vías posibles para alcanzar el conocimiento pueden ser extremadamente diferentes en el grado más bajo, y después van unificándose cada vez más a medida que se llega a estadios más elevados. Ninguno de estos grados preparatorios es de una necesidad absoluta, puesto que no son sino medios contingentes y sin común medida con la meta a alcanzar; puede ser incluso que algunos, entre aquellos en quienes domina la tendencia contemplativa, se eleven a la verdadera intuición intelectual de un solo golpe y sin la ayuda de tales medios[18], pero ese no es sino un caso más bien excepcional, y, lo más habitualmente, hay lo que se puede llamar una necesidad de conveniencia para proceder en el sentido ascendente. Se puede igualmente, para hacer comprender esto, servirse de la imagen tradicional de la «rueda cósmica»: la circunferencia no existe en realidad sino por el centro; pero los seres que están sobre la circunferencia deben partir forzosamente de ésta, o más precisamente del punto de ésta donde están colocados, y seguir el radio para desembocar en el centro. Por lo demás, en virtud de la correspondencia que existe entre todos los órdenes de realidad, las verdades de un orden inferior pueden considerarse como un símbolo de las de los ordenes superiores, y, por consiguiente, servir de «soporte» para llegar analógicamente al conocimiento de estas últimas[19]; eso es lo que confiere a toda ciencia un sentido superior o «analógico», más profundo que el que posee por sí misma, y lo que puede darle el carácter de una verdadera «ciencia sagrada».
Toda ciencia, decimos, puede revestir este carácter, cualquiera que sea su objeto, a condición únicamente de que esté constituida y de que se considere según el espíritu tradicional; en eso solo, hay lugar a tener en cuenta los grados de importancia de estas ciencias, según el rango jerárquico de las realidades diversas a las que se refieren; pero, a un grado o a otro, su carácter y su función son esencialmente las mismas en la concepción tradicional. Lo que es verdad aquí de toda ciencia lo es igualmente de todo arte, en tanto que éste puede tener un valor propiamente simbólico que le hace apto para proporcionar «soportes» para la meditación, y también en tanto que sus reglas, como las leyes cuyo conocimiento es el objeto de las ciencias, son reflejos y aplicaciones de los principios fundamentales; así pues, en toda civilización normal, hay también «artes tradicionales», que no son menos desconocidas por los occidentales modernos que las «ciencias tradicionales»[20]. La verdad es que no existe en realidad un «dominio profano», que se opondría de una cierta manera al «dominio sagrado»; existe solo un «punto de vista profano», que no es propiamente nada más que el punto de vista de la ignorancia[21]. Por eso es por lo que la «ciencia profana», la de los modernos, puede ser considerada, a justo título, así como ya lo hemos dicho en otra parte, como un «saber ignorante»: saber de orden inferior, que se queda todo entero en el nivel de la realidad más baja, y saber ignorante de todo lo que le rebasa, ignorante de todo fin superior a sí mismo, como de todo principio que podría asegurarle un lugar legítimo, por humilde que sea, entre los diversos órdenes del conocimiento integral; encerrada irremediablemente en el dominio relativo y limitado donde ha querido proclamarse independiente, y habiendo cerrado así ella misma toda comunicación con la verdad transcendente y con el conocimiento supremo, no es más que una ciencia vana e ilusoria, que, a decir verdad, no viene de nada y no conduce a nada.
Esta exposición permitirá comprender todo lo que falta al mundo moderno bajo la relación de la ciencia, y cómo esta misma ciencia de la que está tan orgulloso no representa más que una simple desviación y como un desecho de la ciencia verdadera, que, para nos, se identifica enteramente a lo que hemos llamado la «ciencia sagrada» o la «ciencia tradicional». La ciencia moderna, al proceder de una limitación arbitraria del conocimiento a un cierto orden particular, y que es el más inferior de todos, el de la realidad material o sensible, ha perdido, por el hecho de esta limitación y de las consecuencias que entraña inmediatamente, todo valor intelectual, al menos si se da a la intelectualidad la plenitud de su verdadero sentido, si uno se niega a compartir el error «racionalista», es decir, a asimilar la inteligencia pura a la razón, o, lo que equivale a lo mismo, a negar la intuición intelectual. Lo que hay en el fondo de este error, como en el de una gran parte de los demás errores modernos, lo que hay en la raíz misma de toda la desviación de la ciencia tal como acabamos de explicarla, es lo que se puede llamar el «individualismo», que no es más que uno con el espíritu antitradicional mismo, y cuyas manifestaciones múltiples, en todos los dominios, constituyen uno de los factores más importantes del desorden de nuestra época; es este «individualismo» lo que debemos examinar ahora más de cerca.
CAPÍTULO V
El individualismo
Lo que entendemos por «individualismo», es la negación de todo principio superior a la individualidad, y, por consiguiente, la reducción de la civilización, en todos los dominios, únicamente a los elementos puramente humanos; así pues, en el fondo, es la misma cosa que lo que, en la época del Renacimiento, se ha designado bajo el nombre de «humanismo», como lo hemos dicho más atrás, y es también lo que caracteriza propiamente a lo que llamábamos hace un momento el «punto de vista profano». Todo eso, en suma, no es más que una sola y misma cosa bajo designaciones diversas; y hemos dicho también que este espíritu «profano» se confunde con el espíritu antitradicional, en el cual se resumen todas las tendencias específicamente modernas. Sin duda, no es que este espíritu sea enteramente nuevo; ha habido ya, en otras épocas, manifestaciones suyas más o menos acentuadas, pero siempre limitadas y aberrantes, y que no se habían extendido nunca a todo el conjunto de una civilización como lo han hecho en Occidente en el curso de estos últimos siglos. Lo que no se había visto nunca hasta aquí, es una civilización edificada toda entera sobre algo puramente negativo, sobre lo que se podría llamar una ausencia de principio; es eso, precisamente, lo que da al mundo moderno su carácter anormal, lo que hace de él una suerte de monstruosidad explicable solamente si se considera como correspondiendo al fin de un periodo cíclico, según lo que hemos explicado primeramente. Así pues, es efectivamente el individualismo, tal como acabamos de definirle, el que es la causa determinante de la decadencia actual de Occidente, por eso mismo de que es en cierto modo el motor del desarrollo exclusivo de las posibilidades más inferiores de la humanidad, de aquellas cuya expansión no exige la intervención de ningún elemento suprahumano, y que incluso no pueden desplegarse completamente más que en la ausencia de un tal elemento, porque están en el extremo opuesto de toda espiritualidad y de toda intelectualidad verdadera.
El individualismo implica primeramente la negación de la intuición intelectual, en tanto que ésta es esencialmente una facultad supraindividual, y del orden de conocimiento que es el dominio propio de esta intuición, es decir, de la metafísica entendida en su verdadero sentido. Por eso es por lo que todo lo que los filósofos modernos designan bajo este mismo nombre de metafísica, cuando admiten algo que ellos llaman así, no tiene absolutamente nada de común con la metafísica verdadera: no son más que construcciones racionales o hipótesis imaginativas, y por consiguiente concepciones completamente individuales, y cuya mayor parte, por lo demás, se refiere simplemente al dominio «físico», es decir, a la naturaleza. Incluso si se encuentra dentro de eso alguna cuestión que podría ser vinculada efectivamente al orden metafísico, la manera en la que es considerada y tratada la reduce todavía a no ser sino «pseudometafísica», y hace imposible toda solución real y válida; parece incluso que, para los filósofos, se trata siempre de plantear «problemas», aunque sean artificiales e ilusorios, mucho más que de resolverlos, lo que es uno de los aspectos de la necesidad desordenada de la investigación por la investigación, es decir, de la agitación más vana, tanto en orden mental como en el orden corporal. Se trata también, para esos mismos filósofos, de dar su nombre a un «sistema», es decir, a un conjunto de teorías estrictamente limitado y delimitado, y que sea efectivamente de ellos, que no sea nada más que su obra propia; de ahí el deseo de ser original a toda costa, incluso si la verdad debe ser sacrificada a esa originalidad: para el renombre de un filósofo, vale más inventar un error nuevo que repetir una verdad que ya ha sido expresada por otros. Esta forma del individualismo, a la que se deben tantos «sistemas» contradictorios entre ellos, cuando no lo son en sí mismos, se encuentra también en los «sabios» y en los artistas modernos; pero es quizás en los filósofos donde se puede ver más claramente la anarquía intelectual que es su consecuencia inevitable.
En una civilización tradicional, es casi inconcebible que un hombre pretenda reivindicar la propiedad de una idea, y, en todo caso, si lo hace, se quita por eso mismo todo crédito y toda autoridad, ya que la reduce así a no ser más que una suerte de fantasía sin ningún alcance real: si una idea es verdadera, pertenece igualmente a todos aquellos que son capaces de comprenderla; si es falsa, no hay porque vanagloriarse de haberla inventado. Una idea verdadera no puede ser «nueva», ya que la verdad no es un producto del espíritu humano, existe independientemente de nosotros, y nosotros solo tenemos que conocerla; fuera de este conocimiento no puede haber más que el error; pero, en el fondo, ¿se preocupan los modernos de la verdad, y saben siquiera lo que ella es? Ahí también, las palabras han perdido su sentido, puesto que algunos, como los «pragmatistas» contemporáneos, llegan hasta dar abusivamente este nombre de «verdad» a lo que es simplemente la utilidad práctica, es decir, a algo que es enteramente extraño al orden intelectual; como conclusión lógica de la desviación moderna, se trata de la negación misma de la verdad, así como de la inteligencia de la que la verdad es el objeto propio. Pero no anticipamos más, y, sobre este punto, hacemos observar solamente que el género de individualismo que acabamos de tratar es la fuente de las ilusiones concernientes al papel de los «grandes hombres», o supuestos tales; el «genio», entendido en el sentido «profano», es muy poca cosa en realidad, y no podría suplir de ninguna manera la falta de verdadero conocimiento.
Puesto que hemos hablado de la filosofía, señalaremos todavía, sin entrar en todos los detalles, algunas de las consecuencias del individualismo en este dominio: la primera de todas fue, por la negación de la intuición intelectual, poner la razón por encima de todo, hacer de esta facultad puramente humana y relativa la parte superior de la inteligencia, o incluso reducir la inteligencia toda entera a la razón; eso es lo que constituye el «racionalismo», cuyo verdadero fundador fue Descartes. Por lo demás, esta limitación de la inteligencia no era más que una primera etapa; la razón misma no debía tardar en ser rebajada cada vez más a un papel sobre todo práctico, a medida que las aplicaciones le tomaron la delantera a las ciencias que podían tener todavía un cierto carácter especulativo; y, Descartes mismo, ya estaba en el fondo mucho más preocupado de esas aplicaciones que de la ciencia pura. Pero eso no es todo: el individualismo entraña inevitablemente el «naturalismo», puesto que todo lo que está más allá de la naturaleza está, por eso mismo, fuera del alcance del individuo como tal; por lo demás, «naturalismo» o negación de la metafísica, no son más que una sola y misma cosa, y, desde que se desconoce la intuición intelectual, ya no hay metafísica posible; pero, mientras que algunos se obstinaron no obstante en edificar una «pseudometafísica» cualquiera, otros reconocían más francamente esta imposibilidad; de ahí el «relativismo» bajo todas sus formas, ya sea el «criticismo» de Kant o el «positivismo» de Augusto Comte; y, puesto que la razón misma es completamente relativa y no puede aplicarse válidamente más que a un dominio igualmente relativo, es evidentemente cierto que el «relativismo» es la única conclusión lógica del «racionalismo». Por lo demás, debido a eso, éste debía llegar a destruirse a sí mismo: «Naturaleza» y «devenir», como lo hemos indicado más atrás, son en realidad sinónimos; así pues, un «naturalismo» consecuente consigo mismo no puede ser más que una de esas «filosofías del devenir» de las que ya hemos hablado, y cuyo tipo específicamente moderno es el «evolucionismo»; pero es precisamente éste el que debía volverse finalmente contra el «racionalismo», al reprochar a la razón no poder aplicarse adecuadamente a lo que no es más que cambio y pura multiplicidad, ni poder encerrar en sus conceptos la indefinida complejidad de las cosas sensibles. Tal es en efecto la posición tomada por esa forma del «evolucionismo» que es el «intuicionismo» bergsoniano, que, bien entendido, no es menos individualista y antimetafísico que el «racionalismo», y que, si critica justamente a éste, cae todavía más bajo al hacer llamada a una facultad propiamente infraracional, a una intuición sensible bastante mal definida por lo demás, y más o menos mezclada de imaginación, de instinto y de sentimiento. Lo que es muy significativo, es que aquí ya no se habla más de la «verdad», sino únicamente de la «realidad», reducida exclusivamente al orden sensible solo, y concebida como algo esencialmente móvil e inestable; con tales teorías, la inteligencia es reducida verdaderamente a su parte más baja, y la razón misma ya no es admitida sino en tanto que se aplica a trabajar la materia para usos industriales. Después de eso, ya no quedaba que dar más que un paso: era la negación total de la inteligencia y del conocimiento, la substitución de la «verdad» por la «utilidad»; fue el «pragmatismo», al que ya hemos hecho alusión hace un momento; y, aquí, ya no estamos siquiera en lo humano puro y simple como con el «racionalismo», estamos verdaderamente en lo infrahumano, con la llamada al «subconsciente» que marca la inversión completa de toda jerarquía normal. He aquí, en sus grandes líneas, la marcha que debía seguir fatalmente y que ha seguido efectivamente la filosofía «profana» librada a sí misma, al pretender limitar todo conocimiento a su propio horizonte; mientras existía un conocimiento superior, nada semejante podía producirse, ya que la filosofía se tenía al menos como que respetaba lo que ignoraba y que no podía negar; pero, cuando este conocimiento superior hubo desaparecido, su negación, que correspondía al estado de hecho, se erigió pronto en teoría, y es de eso de donde procede toda la filosofía moderna.
Pero basta ya de filosofía, a la que no conviene atribuir una importancia excesiva, cualquiera que sea el lugar que parece tener en el mundo moderno; desde el punto de vista donde nos colocamos, ella es interesante sobre todo porque expresa, bajo una forma tan claramente definida como es posible, las tendencias de tal o cual momento, más bien que crearlas verdaderamente; y, si se puede decir que las dirige hasta un cierto punto, eso no es sino secundariamente y a destiempo. Así, es cierto que toda filosofía moderna tiene su origen en Descartes; pero la influencia que éste ha ejercido sobre su época primero, y sobre las que siguieron después, y que no se ha limitado únicamente a los filósofos, no habría sido posible si sus concepciones no hubieran correspondido a tendencias preexistentes, que eran en suma las de la generalidad de sus contemporáneos; el espíritu moderno se ha reencontrado en el cartesianismo y, a través de éste, ha tomado una consciencia más clara de sí mismo que la que había tenido hasta entonces. Por lo demás, no importa en cuál dominio, un movimiento tan visible como lo ha sido el cartesianismo bajo la relación filosófica es siempre una resultante más bien que un verdadero punto de partida; no es algo espontáneo, es el producto de todo un trabajo latente y difuso; si un hombre como Descartes es particularmente representativo de la desviación moderna, si se puede decir que la encarna en cierto modo bajo un cierto punto de vista, no es sin embargo el único ni el primer responsable, y sería menester remontar mucho más lejos para encontrar las raíces de esta desviación. Del mismo modo, el Renacimiento y la Reforma, que se consideran lo más frecuentemente como las primeras grandes manifestaciones del espíritu moderno, acabaron la ruptura con la tradición mucho más de lo que la provocaron; para nos, el comienzo de esta ruptura data del siglo XIV, y es entonces, y no uno o dos siglos más tarde, cuando, en realidad, es menester hacer comenzar los tiempos modernos.
Sobre esta ruptura con la tradición es donde debemos insistir todavía, puesto que es de ella de donde ha nacido el mundo moderno, cuyos caracteres propios podrían resumirse todos en uno solo, la oposición al espíritu tradicional; y la negación de la tradición, es también el individualismo. Por lo demás, esto está en perfecto acuerdo con lo que precede, puesto que, como lo hemos explicado, es la intuición intelectual y la doctrina metafísica pura las que están al principio de toda civilización tradicional; desde que se niega el principio, se niegan también todas sus consecuencias, al menos implícitamente, y así todo el conjunto de lo que merece verdaderamente el nombre de tradición se encuentra destruido por eso mismo. Hemos visto ya lo que se ha producido a este respecto en lo que concierne a las ciencias; así pues, no volveremos de nuevo sobre ello, y consideraremos otro lado de la cuestión, donde las manifestaciones del espíritu antitradicional son quizás todavía más inmediatamente visibles, porque aquí se trata de cambios que han afectado directamente a la masa occidental misma. En efecto, las «ciencias tradicionales» de la edad media estaban reservadas a una élite más o menos restringida, y algunas de entre ellas eran incluso el patrimonio exclusivo de escuelas muy cerradas, que constituían un «esoterismo» en el sentido más estricto de la palabra; pero, por otra parte, había también, en la tradición, algo que era común a todos indistintamente, y es de esta parte exterior de la que queremos hablar ahora. La tradición occidental era entonces, exteriormente una tradición de forma específicamente religiosa, representada por el Catolicismo; así pues, es en el dominio religioso donde vamos a tener que considerar la rebelión contra el espíritu tradicional, rebelión que, cuando ha tomado una forma definida, se ha llamado el Protestantismo; y es fácil darse cuenta de que es en efecto una manifestación del individualismo, hasta tal punto de que se podría decir que no es nada más que el individualismo mismo considerado en su aplicación a la religión. Lo que constituye el Protestantismo, como lo que constituye el mundo moderno, no es más que una negación, esa negación del principio que es la esencia misma del individualismo; y en eso se puede ver también uno de los ejemplos más llamativos del estado de anarquía y de disolución que es su consecuencia.
Quien dice individualismo dice necesariamente negación a admitir una autoridad superior al individuo, así como una facultad de conocimiento superior a la razón individual; las dos cosas son inseparables la una de la otra. Por consiguiente, el espíritu moderno debía rechazar toda autoridad espiritual en el verdadero sentido de la palabra, que tiene su fuente en el orden suprahumano, y toda organización tradicional, que se basa esencialmente sobre una tal autoridad, cualquiera que sea por lo demás la forma que revista, que difiere naturalmente según las civilizaciones. Eso es lo que ocurrió en efecto: a la autoridad de la organización calificada para interpretar legítimamente la tradición religiosa de Occidente, el Protestantismo pretendió substituirla por lo que llamó el «libre examen», es decir, la interpretación dejada al arbitrio de cada uno, incluso de los ignorantes y de los incompetentes, y fundada únicamente sobre el ejercicio de la razón humana. Era pues, en el dominio religioso, el análogo de lo que iba a ser el «racionalismo» en filosofía; era la puerta abierta a todas las discusiones, a todas las divergencias, a todas las desviaciones; y el resultado fue lo que debía ser: la dispersión en una multitud siempre creciente de sectas, cada una de las cuales no representa más que la opinión particular de algunos individuos. Como era imposible, en estas condiciones, entenderse sobre la doctrina, está paso rápidamente al segundo plano, y fue el lado secundario de la religión, queremos decir la moral, la que tomó el primer lugar: de ahí esa degeneración en «moralismo» que es tan sensible en el Protestantismo actual. En eso se ha producido un fenómeno paralelo al que hemos señalado en la filosofía; la disolución doctrinal, la desaparición de los elementos intelectuales de la religión, entrañaba esta consecuencia inevitable: partiendo del «racionalismo», se debía caer en el «sentimentalismo», y es en los países anglosajones donde se podrían encontrar los ejemplos más llamativos de ello. Aquello de lo que se trata entonces, ya no es religión, ni siquiera disminuida y deformada, sino simplemente «religiosidad», es decir, de vagas aspiraciones sentimentales que no se justifican por ningún conocimiento real; y a este último estadio corresponden teorías como la de la «experiencia religiosa» de William James, que llega hasta ver en el «subconsciente» el medio de entrar, para el hombre, en comunicación con lo divino. Aquí, los últimos productos de la decadencia religiosa se funden con los de la decadencia filosófica: la «experiencia religiosa» se incorpora al «pragmatismo», en nombre del cual se preconiza la idea de un Dios limitado como más «ventajosa» que la del Dios infinito porque así se pueden sentir por él sentimientos comparables a los que se sienten al respecto de un hombre superior; y, al mismo tiempo, por la llamada al «subconsciente», se llegan a juntar el espiritismo y todas las «pseudoreligiones» características de nuestra época, que hemos estudiado en otras obras. Por otro lado, la moral protestante, al eliminar cada vez más toda base doctrinal, acaba por degenerar en lo que se llama la «moral laica», que cuenta entre sus partidarios con los representantes de todas las variedades del «Protestantismo liberal», así como con los adversarios declarados de toda idea religiosa; en el fondo, en los unos y en los otros, son las mismas tendencias las que predominan, y la única diferencia es que no todos van tan lejos en el desarrollo lógico de todo lo que se encuentra implicado en ellas.
En efecto, puesto que la religión es propiamente una forma de la tradición, el espíritu antitradicional no puede ser más que antireligioso; comienza por desnaturalizar la religión, y, cuando puede, acaba por suprimirla enteramente. El Protestantismo es ilógico porque, aunque se esfuerza en «humanizar» la religión, a pesar de todo deja subsistir todavía, al menos en teoría, un elemento suprahumano, que es la revelación; no se atreve a llevar la negación hasta el fondo, pero, al librar esta revelación a todas las discusiones que son la consecuencia de interpretaciones puramente humanas, pronto la reduce de hecho a no ser nada; y, cuando se ven gentes que, aunque persisten en llamarse «cristianos», no admiten ya siquiera la divinidad de Cristo, está permitido pensar que esos, sin sospecharlo quizás, están mucho más cerca de la negación completa que del verdadero Cristianismo. Por lo demás, semejantes contradicciones no deben sorprender demasiado, ya que, en todos los dominios, son uno de los síntomas de nuestra época de desorden y de confusión, del mismo modo que la división incesante del Protestantismo no es más que una de las numerosas manifestaciones de esa dispersión en la multiplicidad que, como lo hemos dicho, se encuentra por todas partes en la vida y en la ciencia modernas. Por otra parte, es natural que el Protestantismo, con el espíritu de negación que le anima, haya dado nacimiento a esa «crítica» disolvente que, en las manos de los pretendidos «historiadores de las religiones», ha devenido un arma de combate contra toda religión, y que así, aunque pretende no reconocer otra autoridad que la de los Libros sagrados, haya contribuido en una amplia medida a la destrucción de esta misma autoridad, es decir, del mínimo de tradición que conservaba todavía; la rebelión contra el espíritu tradicional, una vez comenzada, no podía detenerse a medio camino.
Aquí se podría hacer una objeción: ¿no habría sido posible que, aunque separado de la organización católica, el Protestantismo, por eso mismo de que admitía no obstante los Libros sagrados, guardara la doctrina tradicional que está contenida en ellos? Es la introducción del «libre examen» la que se opone absolutamente a una tal hipótesis, puesto que permite todas las fantasías individuales; la conservación de la doctrina supone una enseñanza tradicional organizada, por la que se mantiene la interpretación ortodoxa, y de hecho, esta enseñanza, en el mundo occidental, se identificaba al Catolicismo. Sin duda, puede haber, en otras civilizaciones, organizaciones de formas muy diferentes de esa para desempeñar la función correspondiente; pero, de lo que se trata aquí, es de la civilización occidental, con sus condiciones particulares. Así pues, no puede hacerse valer que, por ejemplo, en la India no existe ninguna institución comparable al Papado; el caso es completamente diferente, primero porque no es el caso de una tradición de forma religiosa en el sentido occidental de esta palabra, de suerte que los medios por los que se conserva y se transmite no pueden ser los mismos, y después porque, siendo el espíritu hindú enteramente diferente del espíritu europeo, la tradición puede tener por sí misma, en el primer caso, un poder que no podría tener en el segundo sin el apoyo de una organización mucho más estrictamente definida en su constitución exterior. Ya hemos dicho que la tradición occidental, desde el Cristianismo, debía estar revestida necesariamente de una forma religiosa; llevaría mucho tiempo explicar aquí todas las razones de ello, que no pueden ser plenamente comprendidas sin hacer llamada a algunas consideraciones bastante complejas; pero se trata de un estado de hecho que uno no puede negarse a tener en cuenta[22], y, desde entonces, es menester admitir también todas las consecuencias que resultan de él en lo que concierne a la organización apropiada para una forma tradicional semejante.
Por otra parte, como lo indicábamos también más atrás, es muy cierto que es en el Catolicismo únicamente donde se ha mantenido lo que subsiste todavía, a pesar de todo, de espíritu tradicional en Occidente; ¿quiere decir esto que, ahí al menos, se puede hablar de una conservación integral de la tradición al abrigo de todo atentado del espíritu moderno? Desafortunadamente, no parece que ello sea así; o, para hablar más exactamente, si el depósito de la tradición ha permanecido intacto, lo que es ya mucho, es bastante dudoso que su sentido profundo sea comprendido todavía efectivamente, siquiera por un élite poco numerosa, cuya existencia se manifestaría sin duda por una acción o más bien por una influencia que, de hecho, no constatamos en ninguna parte. Así pues, se trata más verosímilmente de lo que llamaríamos de buena gana una conservación en el estado latente, que permite siempre, a los que sean capaces de ello, recuperar el sentido de la tradición, aún cuando este sentido no fuera actualmente consciente para nadie; y hay también, dispersos acá y allá en el mundo occidental, fuera del dominio religioso, muchos signos o símbolos que provienen de antiguas doctrinas tradicionales, y que se conservan sin comprenderlos. En semejantes casos, es necesario un contacto con el espíritu tradicional plenamente vivo para despertar lo que está así sumergido en una suerte de sueño, para restaurar la comprehensión perdida; y, lo repetimos todavía una vez más, es en eso sobre todo donde Occidente tendrá necesidad de la ayuda de Oriente si quiere volver de nuevo a la consciencia de su propia tradición.
Lo que acabamos de decir se refiere propiamente a las posibilidades que el Catolicismo, por su principio, lleva en sí mismo de una manera constante e inalterable; por consiguiente, la influencia del espíritu moderno se limita aquí forzosamente a impedir, durante un periodo más o menos largo, que algunas cosas se comprendan efectivamente. Por el contrario, si, al hablar del estado presente del Catolicismo, se quisiera entender con ello la manera en que es considerado por la gran mayoría de sus adherentes mismos, se estaría bien obligado a constatar una acción más positiva del espíritu moderno, si es que esta expresión puede emplearse para algo que, en realidad, es esencialmente negativo. Lo que tenemos en vista a este respecto, no son solo movimientos bastante claramente definidos, como ese al que se ha dado precisamente el nombre de «modernismo», y que no fue nada más que una tentativa, afortunadamente desmantelada, de infiltración del espíritu protestante en el interior de la Iglesia católica misma; es sobre todo un estado de espíritu mucho más general, más difuso y más difícilmente aprehensible, y por tanto más peligroso todavía, tanto más peligroso incluso cuanto que frecuentemente es completamente inconsciente en aquellos que son afectados por él: uno puede creerse sinceramente religioso y no serlo de ninguna manera en el fondo, uno puede incluso decirse «tradicionalista» sin tener la menor noción del verdadero espíritu tradicional, y eso es también uno de los síntomas del desorden mental de nuestra época. El estado de espíritu al que hacemos alusión es, primeramente, el que consiste, si puede decirse, en «minimizar» la religión, en hacer de ella algo que se pone aparte, a lo cual uno se contenta con asignar un lugar bien delimitado y tan estrecho como sea posible, algo que no tiene ninguna influencia real sobre el resto de la existencia, que está aislada de ella por una suerte de tabique estanco; ¿hay, hoy día, muchos católicos que tengan, en su vida corriente, maneras de pensar y de actuar sensiblemente diferentes de las de sus contemporáneos «irreligiosos»? Es también la ignorancia casi completa desde el punto de vista doctrinal, la indiferencia misma al respecto de todo lo que se refiere a la doctrina; la religión, para muchos, es simplemente un asunto de «práctica», de hábito, por no decir de rutina, y si uno se abstiene cuidadosamente de buscar comprender nada en ella, se llega a pensar incluso que es inútil comprender, o quizás que no hay nada que comprender; por lo demás, si se comprendiera realmente la religión, ¿se le podría hacer un lugar tan mediocre entre sus preocupaciones? Así pues, de hecho, la doctrina se encuentra olvidada o reducida a casi nada, lo que se aproxima singularmente a la concepción protestante, porque es un efecto de las mismas tendencias modernas, opuestas a toda intelectualidad; y lo que es más deplorable, es que la enseñanza que se da generalmente, en lugar de reaccionar contra este estado de espíritu, le favorece al contrario, puesto que se adapta a él muy bien: se habla siempre de moral, no se habla casi nunca de doctrina, bajo pretexto de que no sería comprendida; la religión, ahora, ya no es más que «moralismo», o al menos parece que ya nadie quiera ver lo que ella es realmente, y que es algo completamente diferente. Si se llega no obstante a hablar todavía algunas veces de la doctrina, muy frecuentemente no es más que para rebajarla discutiendo con adversarios sobre su propio terreno «profano», lo que conduce inevitablemente a hacerles las concesiones más injustificadas; es así, concretamente, como uno se cree obligado a tener en cuenta, en una medida más o menos amplia, algunos pretendidos resultados de la «crítica» moderna, mientras que nada sería más fácil que mostrar, colocándose en un punto de vista diferente, toda su inanidad; en estas condiciones, ¿qué puede quedar efectivamente del verdadero espíritu tradicional?
Esta disgresión, a donde hemos sido llevados por el examen de las manifestaciones del individualismo en el dominio religioso, no nos parece inútil, ya que muestra que el mal, a este respecto, es todavía más grave y más extenso de lo que se podría creer a primera vista; y por otra parte, no nos aleja apenas de la cuestión que estamos considerando, y a la que nuestra última precisión se vincula incluso directamente, ya que es también el individualismo el que introduce por todas partes el espíritu de discusión. Es muy difícil hacer comprender a nuestros contemporáneos que hay cosas que, por su naturaleza misma, no pueden discutirse; el hombre moderno, en lugar de buscar elevarse a la verdad, pretende hacerla descender a su nivel; y es por eso sin duda por lo que hay tantos que, cuando se les habla de «ciencias tradicionales» o incluso de metafísica pura, se imaginan que no se trata más que de «ciencia profana» y de «filosofía». En el dominio de las opiniones individuales, siempre se puede discutir, porque no se rebasa el orden racional, y porque al no hacer llamada a ningún principio superior, se llega fácilmente a encontrar argumentos más o menos válidos para sostener el «pro» y el «contra»; en muchos casos, se puede incluso proseguir la discusión indefinidamente sin llegar a ninguna solución, y es así como casi toda la filosofía moderna no está hecha más que de equívocos y de cuestiones mal planteadas. Muy lejos de esclarecer las cuestiones como se supone de ordinario, la discusión, lo más frecuentemente, no hace apenas más que desplazarlas, cuando no obscurecerlas más; y el resultado más habitual es que cada uno, al esforzarse en convencer a su adversario, se ata más que nunca a su propia opinión y se encierra en ella de una manera todavía más exclusiva que antes. En todo eso, en el fondo, no se trata de llegar al conocimiento de la verdad, sino de tener razón a pesar de todo, o al menos de persuadirse de que uno la tiene, si no se puede persuadir de ello a los demás, lo que, por otra parte, se lamentará tanto más cuanto que a eso se mezcla siempre esa necesidad de «proselitismo» que es también uno de los elementos más característicos del espíritu occidental. A veces, el individualismo, en el sentido más ordinario y más bajo del término, se manifiesta de una manera más patente todavía: ¿no se ve así a cada instante gentes que quieren juzgar la obra de un hombre según lo que saben de su vida privada, como si pudiera haber entre estas dos cosas una relación cualquiera? De la misma tendencia, junto con la manía del detalle, derivan también, notémoslo de pasada, el interés que se dedica a las menores particularidades de la existencia de los «grandes hombres», y la ilusión con que algunos explican todo lo que han hecho por una suerte de análisis «psicofisiológico»; todo eso es bien significativo para quien quiere darse cuenta de lo que es verdaderamente la mentalidad contemporánea.
Pero volvamos todavía un instante sobre la introducción de los hábitos de discusión en los dominios donde no tienen nada que hacer, y decimos claramente esto: la actitud «apologética» es, en sí misma, una actitud extremadamente débil, porque es puramente «defensiva», en el sentido jurídico de esta palabra; no es en vano por lo que se designa por un término derivado de «apología», que tiene como significación propia el alegato de un abogado, y que, en una lengua tal como el inglés, ha llegado hasta tomar corrientemente la acepción de «excusa»; así pues, la importancia preponderante acordada a la «apologética» es la marca incontestable de un retroceso del espíritu religioso. Esta debilidad se acentúa todavía cuando la «apologética» degenera, como lo decíamos hace un momento, en discusiones completamente «profanas» tanto por el método como por el punto de vista, donde la religión se pone sobre el mismo plano que las teorías filosóficas y científicas, o pseudocientíficas, más contingentes y más hipotéticas, y donde, para parecer «conciliador», se llega hasta admitir en una cierta medida concepciones que no se han inventado más que para arruinar a toda religión; aquellos que actúan así proporcionan ellos mismos la prueba de que son perfectamente inconscientes del verdadero carácter de la doctrina cuyos representantes más o menos autorizados se creen. Aquellos que están calificados para hablar en el nombre de una doctrina tradicional no tienen por qué discutir con los «profanos» ni tampoco hacer «polémica»; no tienen más que exponer la doctrina tal cual es, para aquellos que pueden comprenderla, y, al mismo tiempo, denunciar el error por todas partes donde se encuentra, hacerle aparecer como tal proyectando sobre él la luz del verdadero conocimiento; así pues, su papel no es entablar una lucha y comprometer en ella la doctrina, sino aportar el juicio que tienen el derecho de aportar si poseen efectivamente los principios que deben inspirarles infaliblemente. El dominio de la lucha, es el de la acción, es decir, el dominio individual y temporal; el «motor inmóvil» produce y dirige el movimiento sin estar implicado en él; el conocimiento ilustra la acción sin participar en sus vicisitudes; lo espiritual guía lo temporal sin mezclarse en ello; y así cada cosa permanece en su orden, en el rango que le pertenece en la jerarquía universal; pero, en el mundo moderno, ¿dónde se puede encontrar todavía la noción de una verdadera jerarquía? Nada ni nadie está ya en el lugar donde debería estar normalmente; los hombres no reconocen ya ninguna autoridad efectiva en el orden espiritual, ni ningún poder legítimo en el orden temporal; los «profanos» se permiten discutir de las cosas sagradas, contestar su carácter y hasta su existencia misma; es lo inferior lo que juzga a lo superior, la ignorancia la que impone límites a la sabiduría, el error el que toma la delantera a la verdad, lo humano lo que substituye a lo divino, la tierra la que prevalece sobre el cielo, el individuo el que se hace la medida de todas las cosas y pretende dictar al universo leyes sacadas íntegramente de su propia razón relativa y falible. «Ay de vosotros, guías ciegos», se dice en el Evangelio; hoy día, no se ve en efecto por todas partes más que ciegos que conducen a otros ciegos, y que, si no son detenidos a tiempo, les llevarán fatalmente al abismo donde perecerán con ellos.
CAPÍTULO VI
El caos social
En este estudio, no entendemos dedicarnos especialmente al punto de vista social, que no nos interesa sino muy secundariamente, porque no representa más que una aplicación bastante lejana de los principios fundamentales, y porque, por consiguiente, no es en ese dominio donde, en todo estado de causa, podría comenzar un enderezamiento del mundo moderno. En efecto, si este enderezamiento se emprendiera así al revés, es decir, partiendo de las consecuencias en lugar de partir de los principios, carecería forzosamente de base seria y sería completamente ilusorio; nada estable podría resultar nunca de él, y habrá que recomenzar todo incesantemente, porque se habría descuidado entenderse ante todo sobre las verdades esenciales. Por eso es por lo que no nos es posible acordar a las contingencias políticas, ni siquiera dando a esta palabra su sentido más amplio, otro valor que el de simples signos exteriores de la mentalidad de una época; pero, bajo esta relación misma, no podemos tampoco pasar enteramente bajo silencio las manifestaciones del desorden moderno en el dominio social propiamente dicho.
Como lo indicábamos hace un momento, nadie, en el estado presente del mundo occidental, se encuentra ya en el lugar que le conviene normalmente en razón de su naturaleza propia; es lo que se expresa al decir que las castas ya no existen, ya que la casta, entendida en su verdadero sentido tradicional, no es otra cosa que la naturaleza individual misma, con todo el conjunto de las aptitudes especiales que conlleva y que predisponen a cada hombre al cumplimiento de tal o de cual función determinada. Desde que el acceso a funciones cualesquiera ya no está sometido a ninguna regla legítima, de ello resulta inevitablemente que cada uno se encontrará llevado a hacer no importa qué, y frecuentemente aquello para lo cual es el menos calificado; el papel que desempeñará en la sociedad estará determinado, no por el azar, que no existe en realidad[23], sino por lo que puede dar la ilusión del azar, es decir, por el enredo de toda suerte de circunstancias accidentales; lo que menos intervendrá en eso, será precisamente el único factor que debería contar en parecido caso, queremos decir las diferencias de naturaleza que existen entre los hombres. La causa de todo este desorden, es la negación de estas diferencias mismas, negación que entraña la de toda jerarquía social; y esta negación, primero quizás apenas consciente y más práctica que teórica, ya que la confusión de las castas ha precedido a su supresión completa, o, en otros términos, se ha menospreciado la naturaleza de los individuos antes de llegar a no tenerla ya en cuenta, esta negación, decimos, ha sido después erigida por los modernos en pseudoprincipio bajo el nombre de «igualdad». Sería muy fácil mostrar que la igualdad no puede existir en ninguna parte, por la simple razón de que no podría haber dos seres que sean a la vez realmente distintos y enteramente semejantes entre sí bajo todos los aspectos; y sería no menos fácil hacer resaltar todas las consecuencias absurdas que se desprenden de esta idea quimérica, en el nombre de la cual se pretende imponer por todas partes una uniformidad completa, por ejemplo distribuyendo a todos una enseñanza idéntica, como si todos fueran igualmente aptos para comprender las mismas cosas, y como si, para hacerles comprender, los mismos métodos convinieran a todos indistintamente. Por lo demás, uno puede preguntarse si no se trata más bien de «aprender» que de «comprender» verdaderamente, es decir, si la memoria no ha substituido a la inteligencia en la concepción completamente verbal y «libresca» de la enseñanza actual, donde no se apunta más que a la acumulación de nociones rudimentarias y heteróclitas, y donde la cualidad es enteramente sacrificada a la cantidad, así como eso se produce por todas partes en el mundo moderno por razones que explicaremos más completamente después: es siempre la dispersión en la multiplicidad. A este propósito, habría muchas cosas que decir sobre los desmanes de la «instrucción obligatoria»; pero éste no es el lugar para insistir sobre esto, y, para no salirnos del cuadro que nos hemos trazado, debemos contentarnos con señalar de pasada esta consecuencia especial de las teorías «igualitarias», como uno de esos elementos del desorden que hoy día son demasiado numerosos como para que se pueda siquiera tener la pretensión de enumerarlos todos sin omitir ninguno.
Naturalmente, cuando nos encontramos en presencia de una idea como la de «igualdad», o como la de «progreso», o como los demás «dogmas laicos» que casi todos nuestros contemporáneos aceptan ciegamente, y cuya mayor parte han comenzado a formularse claramente en el curso del siglo XVIII, no nos es posible admitir que tales ideas hayan tomado nacimiento espontáneamente. Son en suma verdaderas «sugestiones», en el sentido más estricto de esta palabra, que no podían producir su efecto más que en un medio ya preparado para recibirlas; no han creado el estado de espíritu que caracteriza a la época moderna, pero han contribuido ampliamente a mantenerle y a desarrollarle hasta un punto que sin duda no habría alcanzado sin ellas. Si estas sugestiones llegaran a desvanecerse, la mentalidad general estaría muy cerca de cambiar de orientación; por eso es por lo que son tan cuidadosamente mantenidas por todos aquellos que tienen algún interés en mantener el desorden, cuando no en agravarle todavía, y es también por eso por lo que, en un tiempo donde se pretende someter todo a la discusión, estas sugestiones son las únicas cosas que nadie se permite discutir jamás. Por lo demás, es muy difícil determinar exactamente el grado de sinceridad de aquellos que se hacen los propagadores de semejantes ideas, saber en qué medida algunos hombres llegan a enamorarse de sus propias mentiras y a sugestionarse ellos mismos al sugestionar a los demás; e incluso, en una propaganda de este género, aquellos que desempeñan un papel de engañados son frecuentemente los mejores instrumentos, porque le aportan una convicción que a los otros les habría dado algún trabajo simular, y que es fácilmente contagiosa; pero, detrás de todo eso, y al menos en el origen, es menester una acción mucho más consciente, una dirección que no puede venir más que de hombres que saben perfectamente a lo que atenerse sobre las ideas que lanzan así a la circulación. Hemos hablado de «ideas», pero es solo muy impropiamente como esta palabra puede aplicarse aquí, ya que es muy evidente que no se trata de ninguna manera de ideas puras, y ni siquiera de algo que pertenece de cerca o de lejos al orden intelectual; son, si se quiere, ideas falsas, pero sería mejor llamarlas «pseudoideas», destinadas principalmente a provocar reacciones sentimentales, lo que es en efecto el medio más eficaz y el más cómodo para actuar sobre las masas. A este respecto, la palabra tiene una importancia mayor que la noción que pretende representar, y la mayor parte de los «ídolos» modernos no son verdaderamente más que palabras, ya que aquí se produce ese singular fenómeno conocido bajo el nombre de «verbalismo», donde la sonoridad de las palabras basta para dar la ilusión del pensamiento; la influencia que los oradores ejercen sobre las muchedumbres es particularmente característica bajo este aspecto, y no hay necesidad de estudiarla muy de cerca para darse cuenta de que se trata efectivamente de un procedimiento de sugestión completamente comparable a los de los hipnotizadores.
Pero, sin extendernos más sobre estas consideraciones, volvamos de nuevo a las consecuencias que entraña la negación de toda verdadera jerarquía, y notemos que, en el presente estado de cosas, no solo ningún hombre desempeña ya su función propia más que excepcionalmente y como por accidente, mientras que el caso contrario es el que debería ser la excepción normalmente, sino que ocurre también que el mismo hombre sea llamado a ejercer sucesivamente funciones completamente diferentes, como si pudiera cambiar de aptitudes a voluntad. Eso puede parecer paradójico en una época de «especialización» a ultranza, y sin embargo ello es efectivamente así, sobre todo en el orden político; si la competencia de los «especialistas» es frecuentemente muy ilusoria, y en todo caso limitada a un dominio muy estrecho, la creencia en esta competencia es no obstante un hecho, y uno se puede preguntar cómo es posible que esta creencia no juegue ya ningún papel cuando se trata de la carrera de los hombres políticos, donde la incompetencia más completa es raramente un obstáculo. Sin embargo, si se reflexiona en ello, uno se apercibe fácilmente de que en eso no hay nada de lo que uno deba sorprenderse, y de que no es en suma más que un resultado muy natural de la concepción «democrática», en virtud de la cual el poder viene de abajo y se apoya esencialmente sobre la mayoría, lo que tiene necesariamente como corolario la exclusión de toda verdadera competencia, porque la competencia es siempre una superioridad al menos relativa y no puede ser más que el patrimonio de una minoría.
Aquí, no serán inútiles algunas explicaciones para hacer sobresalir, por una parte, los sofismas que se ocultan bajo la idea «democrática», y, por otra, los lazos que atan esta misma idea a todo el conjunto de la mentalidad moderna; por lo demás, es casi superfluo, dado el punto de vista donde nos colocamos, hacer destacar que estas observaciones serán formuladas al margen de todas las cuestiones de partidos y de todas las querellas políticas, a las que no entendemos mezclarnos ni de cerca ni de lejos. Consideramos las cosas de una manera absolutamente desinteresada, como podríamos hacerlo para no importa cuál otro objeto de estudio, y buscando solamente darnos cuenta tan claramente como sea posible de lo que hay en el fondo de todo eso, lo que, por lo demás, es la condición necesaria y suficiente para que se disipen todas las ilusiones que nuestros contemporáneos se hacen sobre este punto. En eso también, se trata verdaderamente de «sugestión», como lo decíamos hace un momento para ideas un poco diferentes, pero sin embargo conexas, y, desde que se sabe que no es más que una sugestión, desde que se comprende como actúa, ya no puede ejercerse más; contra cosas de este género, un examen algo profundo y puramente «objetivo», como se dice hoy día en la jerga especial que se ha tomado a los filósofos alemanes, se encuentra que es mucho más eficaz que todas las declamaciones sentimentales y todas las polémicas de partido, que no prueban nada y que no son más que la expresión de simples preferencias individuales.
El argumento más decisivo contra la «democracia» se resume en pocas palabras: lo superior no puede emanar de lo inferior, porque lo «más» no puede salir de lo «menos»; eso es de un rigor matemático absoluto, contra el cual no podría prevalecer nada. Importa destacar que es precisamente el mismo argumento el que, aplicado en un orden diferente, vale también contra el «materialismo»; no hay nada de fortuito en esta concordancia, y las dos cosas son mucho más estrechamente solidarias de lo que podría parecer a primera vista. Es muy evidente que el pueblo no puede conferir un poder que él mismo no posee; el poder verdadero no puede venir más que de lo alto, y es por lo que, lo decimos de pasada, no puede ser legitimado sino por la sanción de algo superior al orden social, es decir, de una autoridad espiritual; si la cosa es de un modo diferente, entonces no es más que una falsificación de poder, un estado de hecho que es injustificable por falta de principio, y donde no puede haber más que desorden y confusión. Esta inversión de toda jerarquía comienza desde que el poder temporal quiere hacerse independiente de la autoridad espiritual, y después subordinársela pretendiendo hacerla servir a fines políticos; en eso hay una primera usurpación que abre la vía a todas las demás, y así se podría mostrar que, por ejemplo, la realeza francesa, desde el siglo XIV, ha trabajado inconscientemente en preparar la Revolución que debía derrocarla; quizás tendremos algún día la ocasión de desarrollar como lo merecería este punto de vista que, por el momento, no podemos más que indicar de una manera muy sumaria.
Si se define la «democracia» como el gobierno del pueblo por sí mismo, en eso hay una verdadera imposibilidad, una cosa que no puede tener siquiera una simple existencia de hecho, tanto en nuestra época como en cualquier otra; es menester no dejarse engañar por las palabras, y es contradictorio admitir que los mismos hombres puedan ser a la vez gobernantes y gobernados, porque, para emplear el lenguaje aristotélico, un mismo ser no puede estar «en acto» y «en potencia» al mismo tiempo y bajo la misma relación. En eso hay una relación que supone necesariamente la presencia de dos términos: no podría haber gobernados si no hubiera gobernantes, aunque sean ilegítimos y sin otro derecho al poder que el que se han atribuido ellos mismos; pero la gran habilidad de los dirigentes, en el mundo moderno, es hacer creer al pueblo que se gobierna a sí mismo; y el pueblo se deja persuadir de ello tanto más voluntariamente cuanto más halagado se siente por eso y cuanto más incapaz es de reflexionar lo bastante para ver lo imposible que es eso. Es para crear esta ilusión por lo que se ha inventado el «sufragio universal». Es la opinión de la mayoría lo que se supone que hace la ley; pero aquello de lo que nadie se da cuenta, es de que la opinión es algo que se puede dirigir y modificar muy fácilmente; con la ayuda de sugestiones apropiadas, siempre se pueden provocar en ella corrientes que vayan en tal o cual sentido determinado; no sabemos tampoco quien ha hablado de «fabricar la opinión», y esta expresión es completamente justa, aunque sea menester decir, por lo demás, que no son siempre los dirigentes aparentes quienes tienen en realidad a su disposición los medios necesarios para obtener este resultado. Esta última precisión da sin duda la razón por la cual la incompetencia de los políticos más «visibles» parece no tener más que una importancia muy relativa; pero, como aquí no se trata de desmontar los engranajes de lo que se podría llamar la «máquina de gobernar», nos limitaremos a señalar que esta incompetencia misma ofrece la ventaja de mantener la ilusión de la que acabamos de hablar: en efecto, es solo en estas condiciones como los políticos en cuestión pueden aparecer como la emanación de la mayoría, puesto que son así a su imagen, ya que la mayoría, sobre no importa cuál tema que se la llame a dar su opinión, está siempre constituida por los incompetentes, cuyo número es incomparablemente más grande que el de los hombres que son capaces de pronunciarse en perfecto conocimiento de causa.
Esto nos lleva inmediatamente a decir en qué es esencialmente errónea la idea de que la mayoría debe hacer la ley, ya que, incluso, si esta idea, por la fuerza de las cosas, es sobre todo teórica y no puede corresponder a una realidad efectiva, queda que explicar no obstante cómo ha podido implantarse en el espíritu moderno, y cuáles son las tendencias de éste a las que corresponde y que satisface al menos en apariencia. El defecto más visible, es ese mismo que indicábamos hace un instante: la opinión de la mayoría no puede ser más que la expresión de incompetencia, ya sea que ésta resulte de la falta de inteligencia o de la ignorancia pura y simple; se podrían hacer intervenir a este propósito algunas observaciones de «psicología colectiva», y recordar concretamente ese hecho bastante conocido de que, en una muchedumbre, el conjunto de las reacciones mentales que se producen entre los individuos que lo componen desemboca en la formación de una suerte de resultante que está, no ya al nivel de la media, sino al de los elementos más inferiores. Habría lugar también a hacer destacar, por otra parte, cómo algunos filósofos modernos han querido transportar al orden intelectual la teoría «democrática» que hace prevalecer la opinión de la mayoría, haciendo de lo que ellos llaman el «consentimiento universal» un pretendido «criterio de la verdad»: suponiendo incluso que haya efectivamente una cuestión sobre la que todos los hombres estén de acuerdo, este acuerdo no probaría nada por sí mismo; pero, además, si esta unanimidad existiera realmente, lo que es tanto más dudoso cuanto que siempre hay muchos hombres que no tienen ninguna opinión sobre una cuestión cualquiera y que ni siquiera se la han planteado jamás, sería en todo caso imposible constatarla de hecho, de suerte que lo que se invoca en favor de una opinión y como signo de su verdad se reduce a no ser más que el consentimiento del mayor número, y todavía limitándose a un medio forzosamente muy limitado en el espacio y en el tiempo. En este dominio, aparece más claramente todavía que la teoría carece de base, porque es más fácil substraerla de la influencia del sentimiento, que, por el contrario, entra en juego casi inevitablemente cuando se trata del dominio político; y es esta influencia la que es uno de los principales obstáculos a la comprehensión de algunas cosas, incluso en aquellos que tendrían una capacidad intelectual ampliamente suficiente para llegar sin esfuerzo a esta comprehensión; las impulsiones emotivas impiden la reflexión, y es una de las más vulgares habilidades de la política la que consiste en sacar partido de esta incompatibilidad.
Pero vayamos más al fondo de la cuestión: ¿qué es exactamente esta ley del mayor número que invocan los gobiernos modernos y de la que pretenden sacar su única justificación? Es simplemente la ley de la materia y de la fuerza bruta, la ley misma en virtud de la cual una masa arrastrada por su peso aplasta todo lo que se encuentra a su paso; es en eso donde se encuentra precisamente el punto de unión entre la concepción «democrática» y el «materialismo», y es eso también lo que hace que esta misma concepción esté tan estrechamente ligada a la mentalidad actual. Es la inversión completa del orden normal, puesto que es la proclamación de la supremacía de la multiplicidad como tal, supremacía que, de hecho, no existe más que en el mundo material[24]; por el contrario, en el mundo espiritual, y más simplemente todavía en el orden universal, es la unidad lo que está en la cima de la jerarquía, ya que es ella la que es el principio del que sale toda multiplicidad[25]; pero, cuando el principio es negado o perdido de vista, ya no queda más que la multiplicidad pura, que se identifica a la materia misma. Por otra parte, la alusión que acabamos de hacer a la pesantez implica algo más que una simple comparación, ya que la pesantez representa efectivamente, en el dominio de las fuerzas físicas en el sentido más ordinario de esta palabra, la tendencia descendente y compresiva, que entraña para el ser una limitación cada vez más estrecha, y que va al mismo tiempo en el sentido de la multiplicidad, figurada aquí por una densidad cada vez mayor[26]; y esta tendencia es esa misma que marca la dirección según la cual se ha desarrollado la actividad humana desde el comienzo de la época moderna. Además, hay lugar a destacar que la materia, por su poder de división y de limitación a la vez, es lo que la doctrina escolástica llama el «principio de individuación», y esto pone en relación las consideraciones que exponemos ahora con lo que hemos dicho precedentemente sobre el tema del individualismo; esta misma tendencia que acabamos de tratar es también, se podría decir, la tendencia «individualizante», esa según la cual se efectúa lo que la tradición judeocristiana designa como «caída» de los seres que se han separado de la unidad original[27]. La multiplicidad, considerada fuera de su principio, y que así ya no puede ser reducida a la unidad, es, en el orden social, la colectividad concebida simplemente como la suma aritmética de los individuos que la componen, y que no es en efecto más que eso desde que no se vincula a ningún principio superior a los individuos; y la ley de la colectividad, bajo esta relación, es efectivamente esa ley del mayor número sobre la cual se funda la idea «democrática».
Aquí, es menester detenernos un instante para disipar una confusión posible: al hablar del individualismo moderno, hemos considerado casi exclusivamente sus manifestaciones en el orden intelectual; se podría creer que, en lo que concierne al orden social, el caso es completamente diferente. En efecto, si se tomara esta palabra de «individualismo» en su acepción más estrecha, se podrá estar tentado a oponer la colectividad al individuo, y a pensar que hechos tales como el papel cada vez más invasor del Estado y la complejidad creciente de las instituciones sociales son la marca de una tendencia contraria al individualismo. En realidad, no hay nada de eso, ya que la colectividad, al no ser otra cosa que la suma de los individuos, no puede ser opuesta a éstos, como tampoco lo puede ser el Estado mismo concebido a la manera moderna, es decir, como simple representación de la masa, donde no se refleja ningún principio superior; ahora bien, es precisamente en la negación de todo principio supraindividual en lo que consiste verdaderamente el individualismo tal como lo hemos definido. Por consiguiente, si en el dominio social hay conflictos entre diversas tendencias que pertenecen todas igualmente al espíritu moderno, esos conflictos no son entre el individualismo y alguna otra cosa, sino simplemente entre las variedades múltiples de las que el individualismo mismo es susceptible; y es fácil darse cuenta de que, en la ausencia de todo principio capaz de unificar realmente la multiplicidad, tales conflictos deben ser más numerosos y más graves en nuestra época de lo que lo han sido jamás, ya que quien dice individualismo dice necesariamente división; y esta división, con el estado caótico que engendra, es la consecuencia fatal de una civilización completamente material, puesto que es la materia misma la que es propiamente la raíz de la división y la multiplicidad.
Dicho esto, nos es menester todavía insistir sobre una consecuencia inmediata de la idea «democrática», que es la negación de la élite entendida en su única acepción legítima; no es en vano que «democracia» se opone a «aristocracia», puesto que esta última palabra designa precisamente, al menos cuando se toma en su sentido etimológico, el poder de la élite. Ésta, por definición en cierto modo, no puede ser más que el pequeño número, y su poder, su autoridad más bien, que no viene más que de su superioridad intelectual, no tiene nada de común con la fuerza numérica sobre la que reposa la «democracia», cuyo carácter esencial es sacrificar la minoría a la mayoría, y también, por eso mismo, como lo decíamos más atrás, la cualidad a la cantidad, y por consiguiente la élite a la masa. Así, el papel director de una verdadera élite y su existencia misma, ya que desempeña forzosamente este papel desde que existe, son radicalmente incompatibles con la «democracia», que está íntimamente ligada a la concepción «igualitaria», es decir, a la negación de toda jerarquía: el fondo mismo de la idea «democrática», es que un individuo cualquiera vale lo que cualquier otro, porque son numéricamente iguales, y aunque jamás puedan serlo más que numéricamente. Una élite verdadera, ya lo hemos dicho, no puede ser más que intelectual; por eso es por lo que la «democracia» no puede instaurarse más que allí donde la pura intelectualidad ya no existe, lo que es efectivamente el caso del mundo moderno. Solamente, como la igualdad es imposible de hecho, y como no se puede suprimir prácticamente toda diferencia entre los hombres, a pesar de todos los esfuerzos de nivelación, se llega, por un curioso ilogismo, a inventar falsas élites, por lo demás múltiples, que pretenden substituir a la única élite real; y esas falsas élites se basan sobre la consideración de superioridades cualesquiera, eminentemente relativas y contingentes, y siempre de orden puramente material. Uno puede apercibirse de ello fácilmente observando que la distinción social que más cuenta, en el presente estado de cosas, es la que se funda sobre la fortuna, es decir, sobre una superioridad completamente exterior y de orden exclusivamente cuantitativo, la única en suma que sea conciliable con la «democracia», porque procede del mismo punto de vista. Por lo demás, agregaremos que aquellos mismos que se colocan actualmente como adversarios de este estado de cosas, al no hacer intervenir tampoco ningún principio de orden superior, son incapaces de remediar eficazmente un tal desorden, si no corren incluso el riesgo de aumentarle más al ir siempre más lejos en el mismo sentido; la lucha es solo entre dos variedades de la «democracia», que acentúan más o menos la tendencia «igualitaria», como ocurre, así como lo hemos dicho, entre variedades del individualismo, lo que, por lo demás, equivale exactamente a lo mismo.
Estas pocas reflexiones nos parecen suficientes para caracterizar el estado social del mundo contemporáneo, y para mostrar al mismo tiempo que, en este dominio tanto como en todos los demás, no puede haber más que un solo medio de salir del caos: la restauración de la intelectualidad y, por consiguiente, la reconstitución de una élite, que, actualmente, debe considerarse como inexistente en Occidente, ya que no se puede dar este nombre a algunos elementos aislados y sin cohesión, que no representan en cierto modo más que posibilidades no desarrolladas. En efecto, estos elementos no tienen en general más que tendencias o aspiraciones, que les llevan sin duda a reaccionar contra el espíritu moderno, pero sin que su influencia pueda ejercerse de una manera efectiva; lo que les falta, es el verdadero conocimiento, son los datos tradicionales que no se improvisan, y a los cuales una inteligencia librada a sí misma, sobre todo en circunstancias tan desfavorables a todos los respectos, no puede suplir sino muy imperfectamente y en una medida muy débil. Así pues, no hay más que esfuerzos dispersos y que frecuentemente se extravían, a falta de principios y de dirección doctrinal: se podría decir que el mundo moderno se defiende por su propia dispersión, a la que sus adversarios mismos no llegan a sustraerse. Ello será así mientras éstos se queden sobre el terreno «profano», donde el espíritu moderno tiene una ventaja evidente, puesto que es ese su dominio propio y exclusivo; y, por lo demás, si se quedan ahí, es porque este espíritu tiene todavía sobre ellos, a pesar de todo, una fortísima presa. Por eso es por lo que tantas gentes, animadas no obstante de una buena voluntad incontestable, son incapaces de comprender que es menester necesariamente comenzar por los principios, y se obstinan en malgastar sus fuerzas en tal o cual dominio relativo, social u otro, donde en estas condiciones, no puede llevarse a cabo nada real ni duradero. La élite verdadera, al contrario, no tendría que intervenir directamente en esos dominios ni mezclarse con la acción exterior; dirigiría todo por una influencia inasequible al vulgo, y tanto más profunda cuanto menos aparente fuera. Si se piensa en el poder de las sugestiones de las que hablábamos más atrás, y que sin embargo no suponen ninguna intelectualidad verdadera, se puede sospechar lo que sería, con mayor razón, el poder de una influencia como esa, ejerciéndose de una manera todavía más oculta en razón de su naturaleza misma, y tomando su fuente en la intelectualidad pura, poder que, por lo demás, en lugar de ser disminuido por la división inherente a la multiplicidad y por la debilidad que conlleva todo lo que es mentira o ilusión, sería al contrario intensificado por la concentración en la unidad principial y se identificaría a la fuerza misma de la verdad.
CAPÍTULO VII
Una civilización material
De todo lo que precede, nos parece que resulta claramente ya que los orientales tienen plenamente razón cuando reprochan a la civilización occidental moderna no ser más que una civilización completamente material: efectivamente, es en este sentido como se ha desarrollado exclusivamente, y, desde cualquier punto de vista que se la considere, uno se encuentra siempre en presencia de las consecuencias más o menos directas de esta materialización. No obstante, todavía nos es menester completar lo que hemos dicho bajo este aspecto, y primeramente explicarnos sobre los diferentes sentidos en los que puede tomarse una palabra como «materialismo», ya que, si la empleamos para caracterizar al mundo contemporáneo, algunos, que no se creen de ninguna manera «materialistas» aunque tienen la pretensión de ser muy «modernos», no dejarán de protestar y de persuadirse de que se trata de una verdadera calumnia; así pues, se impone una puesta a punto para descartar de antemano todos los equívocos que podrían producirse sobre este tema.
Es bastante significativo que la palabra «materialismo» misma no data más que del siglo XVIII; fue inventada por el filósofo Berkeley, que se sirvió de ella para designar toda teoría que admite la existencia real de la materia; apenas hay necesidad de decir que no es de eso de lo que se trata aquí, donde esta existencia no está de ninguna manera en causa. Un poco más tarde, la misma palabra tomó un sentido más restringido, el que ha guardado desde entonces: caracterizó a una concepción según la cual no existe nada más que la materia y lo que procede de ella; y hay lugar a notar la novedad de una tal concepción, el hecho de que ella es esencialmente un producto del espíritu moderno, y de que, por consiguiente, corresponde al menos a una parte de las tendencias que son propias de éste[28]. Pero es sobre todo en una acepción diferente, mucho más amplia y no obstante muy clara, como entendemos hablar aquí de «materialismo»: lo que esta palabra representa entonces, es todo un estado de espíritu, del que la concepción que acabamos de definir no es más que una manifestación entre muchas otras, y que es, en sí mismo, independiente de toda teoría filosófica. Este estado de espíritu, es el que consiste en dar más o menos conscientemente la preponderancia a las cosas del orden material y a las preocupaciones que se refieren a él, ya sea que estas preocupaciones guarden todavía una cierta apariencia especulativa o que sean puramente prácticas; y nadie puede contestar seriamente que efectivamente esa es la mentalidad de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos.
Toda la ciencia «profana» que se ha desarrollado en el curso de los últimos siglos no es más que el estudio del mundo sensible; esta ciencia se ha encerrado en él exclusivamente, y sus métodos no son aplicables más que a este dominio solo; ahora bien, solo a estos métodos se les proclama «científicos» a exclusión de todo otro, lo que equivale a negar toda ciencia que no se refiere a las cosas materiales. Entre aquellos que piensan así, e incluso entre aquellos que se han consagrado especialmente a las ciencias de que se trata, hay muchos, no obstante, que se negarían a declararse «materialistas» y a adherirse a la teoría filosófica que lleva este nombre; hay incluso quienes hacen expresamente una profesión de fe religiosa cuya sinceridad no es dudosa; pero su actitud «científica» no difiere sensiblemente de la de los materialistas confesos. Se ha discutido frecuentemente, desde el punto de vista religioso, la cuestión de saber si la ciencia moderna debía ser denunciada como atea o como materialista, y, lo más frecuentemente, se ha planteado muy mal; es muy cierto que esta ciencia no hace expresamente profesión de ateísmo o de materialismo, que se limita a ignorar de hecho algunas cosas sin preocuparse a su respecto por una negación formal como lo hacen tales o cuales filósofos; así pues, en lo que la concierne, no se puede hablar de un materialismo de hecho, de lo que llamaríamos de buena gana un materialismo práctico; pero debido a eso precisamente el mal es quizás más grave, porque es más profundo y más extenso. Una actitud filosófica puede ser algo muy superficial, incluso en los filósofos «profesionales»; además, hay espíritus que retrocederían ante la negación, pero que se acomodan a una completa indiferencia; y ésta es lo más temible que hay, ya que, para negar una cosa, es menester pensar en ella todavía, por poco que sea, mientras que aquí se llega a no pensar ya en ella de ninguna manera. Cuando se ve a una ciencia exclusivamente material presentarse como la única ciencia posible, cuando los hombres están habituados a admitir como una verdad indiscutible que no puede haber ningún conocimiento válido fuera de ésta, cuando toda la educación que se les da tiende a inculcarles la superstición de esta ciencia, lo que es propiamente el «cientificismo», ¿cómo podrían estos hombres no ser prácticamente materialistas, es decir, no tener todas sus preocupaciones vueltas del lado de la materia?
Para los modernos, no parece existir nada fuera de lo que puede verse y tocarse, o al menos, incluso si admiten teóricamente que puede existir algo más, se apresuran a declararlo, no solo desconocido, sino «incognoscible», lo que les dispensa de ocuparse de ello. Si hay no obstante quienes buscan hacerse alguna idea de «otro mundo», como para eso no hacen llamada más que a la imaginación, se le representan sobre el modelo del mundo terrestre y transportan allí todas las condiciones de existencia que son propias de éste, comprendidas el espacio y el tiempo, y hasta una suerte de «corporeidad» incluso; hemos mostrado en otra parte, en las concepciones espiritistas, ejemplos particularmente llamativos de este género de representaciones groseramente materializadas, pero, si hay en eso un caso extremo, donde este carácter está exagerado hasta la caricatura, sería un error creer que el espiritismo y las sectas que le están más o menos emparentadas tienen el monopolio de esta suerte de cosas. Por lo demás, de una manera más general, la intervención de la imaginación en los dominios donde no puede dar nada, y que normalmente deberían estarle prohibidos, es un hecho que muestra muy claramente la incapacidad de los occidentales modernos para elevarse por encima de lo sensible; muchos no saben hacer ninguna diferencia entre «concebir» e «imaginar», y algunos filósofos, tales como Kant, llegan hasta declarar «inconcebible» o «impensable» todo lo que no es susceptible de representación. Así pues, lo más frecuentemente, todo lo que se llama «espiritualismo» o «idealismo» no es más que una suerte de materialismo traspuesto; eso no es verdad únicamente de lo que hemos designado bajo el nombre de «neoespiritualismo», sino también del espiritualismo filosófico mismo, que se considera no obstante como lo opuesto del materialismo. A decir verdad, espiritualismo y materialismo, entendidos en el sentido filosófico, no pueden comprenderse el uno sin el otro: son simplemente las dos mitades del dualismo cartesiano, cuya separación radical ha sido transformada en una suerte de antagonismo; y, desde entonces, toda la filosofía oscila entre estos dos términos sin poder rebasarlos. El espiritualismo, a pesar de su nombre, no tiene nada de común con la espiritualidad; su debate con el materialismo no puede sino dejar perfectamente indiferentes a aquellos que se colocan en un punto de vista superior, y que ven que, en el fondo, estos contrarios están muy cerca de ser simples equivalentes, cuya pretendida oposición, sobre muchos puntos, se reduce a una vulgar disputa de palabras.
Los modernos, en general, no conciben otra ciencia que la de las cosas que se miden, se cuentan y se pesan, es decir, una vez más, la de las cosas materiales, ya que es únicamente a éstas a las que se les puede aplicar el punto de vista cuantitativo; y la pretensión de reducir la cualidad a la cantidad es muy característica de la ciencia moderna. En este sentido, se ha llegado a creer que no hay ciencia propiamente dicha allí donde no es posible introducir la medida, y que no hay otras leyes científicas sino las que expresan relaciones cuantitativas; el «mecanicismo» de Descartes ha marcado el comienzo de esta tendencia, que no ha hecho más que acentuarse desde entonces, a pesar del fracaso de la física cartesiana, ya que no está ligada a una teoría determinada, sino a una concepción general del conocimiento científico. Hoy día se quiere aplicar la medida hasta en el dominio psicológico, que, no obstante, se le escapa por su naturaleza misma; se acaba por no comprender ya que la posibilidad de la medida no reposa más que sobre una propiedad inherente a la materia, propiedad que es su divisibilidad indefinida, a menos que se piense que esta propiedad se extiende a todo lo que existe, lo que equivale a materializar todas las cosas. Es la materia, ya lo hemos dicho, la que es principio de división y de multiplicidad pura; el predominio atribuido al punto de vista de la cantidad, y que, como lo hemos mostrado precedentemente, se encuentra hasta en el dominio social, es pues materialismo en el sentido que indicábamos más atrás, aunque no esté necesariamente ligado al materialismo filosófico, al que, por lo demás, ha precedido en el desarrollo de las tendencias del espíritu moderno. No insistiremos sobre lo que hay de ilegítimo en querer reducir la cualidad a la cantidad, ni sobre lo que tienen de insuficiente todas las tentativas de explicación que se vinculan más o menos al tipo «mecanicista»; no es eso lo que nos proponemos, y notaremos solamente, a este respecto, que, incluso en el orden sensible, una ciencia de este género tiene muy poca relación con la realidad cuya parte más considerable se le escapa necesariamente.
A propósito de «realidad», somos llevados a mencionar otro hecho, que corre riesgo de pasar desapercibido para muchos, pero que es muy digno de precisión como signo del estado de espíritu de que hablábamos: es que este nombre, en el uso corriente, está reservado exclusivamente a la realidad sensible únicamente. Como el lenguaje es la expresión de la mentalidad de un pueblo y de una época, es menester concluir de eso que, para aquellos que hablan así, todo lo que no cae bajo los sentidos es «irreal», es decir, ilusorio o incluso completamente inexistente; puede que no tengan claramente consciencia de ello, pero esta convicción negativa por eso no está menos en el fondo de ellos mismos y, si afirman lo contrario, se puede estar seguro de que, aunque no se den cuenta de ello, esta afirmación no responde en ellos más que a algo mucho más exterior, si no es puramente verbal. Si alguien está tentado de creer que exageramos, no tendrá más que tratar de ver por ejemplo a qué se reducen las pretendidas convicciones religiosas de muchas gentes: algunas nociones aprendidas de memoria, de una manera completamente escolar y maquinal, que no se han asimilado de ninguna manera, en las cuales nunca han reflexionado lo más mínimo, pero que guardan en su memoria y que repiten cuando llega la ocasión porque forman parte de un cierto formalismo, de una actitud convencional que es todo lo que pueden comprender bajo el nombre de religión. Hemos hablado ya más atrás de esta «minimización» de la religión, uno de cuyos últimos grados lo representa el «verbalismo» en cuestión; ella es la que explica que muchos supuestos «creyentes», en hecho de materialismo práctico, no le cedan en nada a los «increyentes»; volveremos de nuevo sobre esto, pero, antes, nos es menester acabar con las consideraciones que conciernen al carácter materialista de la ciencia moderna, ya que esa es una cuestión que requiere ser considerada bajo diferentes aspectos.
Nos es menester recordar todavía, aunque ya lo hayamos indicado, que las ciencias modernas no tienen un carácter de conocimiento desinteresado, y que, incluso para aquellos que creen en su valor especulativo, éste no es apenas más que una máscara bajo la cual se ocultan preocupaciones completamente prácticas, pero que permite guardar la ilusión de una falsa intelectualidad. Descartes mismo, al constituir su física, pensaba sobre todo en sacar de ella una mecánica, una medicina y una moral; y con la difusión del empirismo anglosajón, se hizo mucho más todavía; por lo demás, lo que constituye el prestigio de la ciencia a los ojos del gran público, son casi únicamente los resultados prácticos que permite realizar, porque, ahí también, se trata de cosas que pueden verse y tocarse. Decíamos que el «pragmatismo» representa la conclusión de toda la filosofía moderna y su último grado de abatimiento; pero hay también, y desde hace mucho más tiempo, al margen de la filosofía, un «pragmatismo» difuso y no sistematizado, que es al otro lo que el materialismo práctico es al materialismo teórico, y que se confunde con lo que el vulgo llama el «buen sentido». Por lo demás, este utilitarismo casi instintivo es inseparable de la tendencia materialista: el «buen sentido» consiste en no rebasar el horizonte terrestre, así como en no ocuparse de todo lo que no tiene interés práctico inmediato; es para el «buen sentido» sobre todo para quien el mundo sensible es el único «real», y para quien no hay conocimiento que no venga por los sentidos; para él también, este conocimiento restringido mismo no vale sino en la medida en la cual permite dar satisfacción a algunas necesidades materiales, y a veces a un cierto sentimentalismo, ya que, es menester decirlo claramente a riesgo de chocar con el «moralismo» contemporáneo, el sentimiento está en realidad muy cerca de la materia. En todo eso, no queda ningún sitio para la inteligencia, sino en tanto que consiente en servir a la realización de fines prácticos, en no ser más que un simple instrumento sometido a las exigencias de la parte inferior y corporal del individuo humano, o, según una singular expresión de Bergson, «un útil para hacer útiles»; lo que constituye el «pragmatismo» bajo todas sus formas, es la indiferencia total al respecto de la verdad.
En estas condiciones, la industria ya no es solo una aplicación de la ciencia, aplicación de la que, en sí misma, ésta debería ser totalmente independiente; deviene como su razón de ser y su justificación, de suerte que, aquí también, las relaciones normales se encuentran invertidas. Aquello a lo que el mundo moderno ha aplicado todas sus fuerzas, incluso cuando ha pretendido hacer ciencia a su manera, no es en realidad nada más que el desarrollo de la industria y del «maquinismo»; y, al querer dominar así a la materia y plegarla a su uso, los hombres no han logrado más que hacerse sus esclavos, como lo decíamos al comienzo: no solo han limitado sus ambiciones intelectuales, si es todavía permisible servirse de esta palabra en parecido caso, a inventar y a construir máquinas, sino que han acabado por devenir verdaderamente máquinas ellos mismos. En efecto, la «especialización», tan alabada por algunos sociólogos bajo el nombre de «división del trabajo», no se ha impuesto solo a los sabios, sino también a los técnicos e incluso a los obreros, y, para estos últimos, todo trabajo inteligente se ha hecho por eso mismo imposible; muy diferentes de los artesanos de antaño, ya no son más que los servidores de las máquinas, hacen por así decir cuerpo con ellas; deben repetir sin cesar, de una manera mecánica, algunos movimientos determinados, siempre los mismos, y siempre cumplidos de la misma manera, a fin de evitar la menor pérdida de tiempo; así lo quieren al menos los métodos americanos que se consideran como los representantes del más alto grado de «progreso». En efecto, se trata únicamente de producir lo más posible; la cualidad preocupa poco, es la cantidad lo único que importa; volvemos de nuevo una vez más a la misma constatación que ya hemos hecho en otros dominios: la civilización moderna es verdaderamente lo que se puede llamar una civilización cuantitativa, lo que solo es otra manera de decir que es una civilización material.
Si uno quiere convencerse todavía más de esta verdad, no tiene más que ver el papel inmenso que desempeñan hoy día, tanto en la existencia de los pueblos como en la de los individuos, los elementos de orden económico: industria, comercio, finanzas, parece que no cuenta nada más que eso, lo que concuerda con el hecho ya señalado de que la única distinción social que haya subsistido es la que se funda sobre la riqueza material. Parece que el poder financiero domina toda política, que la concurrencia comercial ejerce una influencia preponderante sobre las relaciones entre los pueblos; quizás no hay en eso más que una apariencia, y estas cosas son aquí menos causas verdaderas que simples medios de acción; pero la elección de tales medios indica bien el carácter de la época a la que convienen. Por lo demás, nuestros contemporáneos están persuadidos de que las circunstancias económicas son casi los únicos factores de los acontecimientos históricos, y se imaginan incluso que ello ha sido siempre así; en este sentido, se ha llegado hasta inventar una teoría que quiere explicarlo todo por eso exclusivamente, y que ha recibido la denominación significativa de «materialismo histórico». En eso se puede ver el efecto de una de esas sugestiones a las que hacíamos alusión más atrás, sugestiones que actúan tanto mejor cuanto que corresponden a las tendencias de la mentalidad general; y el efecto de esta sugestión es que los medios económicos acaban por determinar realmente casi todo lo que se produce en el dominio social. Sin duda, la masa siempre ha sido conducida de una manera o de otra, y se podría decir que su papel histórico consiste sobre todo en dejarse conducir, porque no representa más que un elemento pasivo, una «materia» en el sentido aristotélico; pero, para conducirla, hoy día basta con disponer de medios puramente materiales, esta vez en el sentido ordinario de la palabra, lo que muestra bien el grado de abatimiento de nuestra época; y, al mismo tiempo, se hace creer a esta masa que no está conducida, que actúa espontáneamente y que se gobierna a sí misma, y el hecho de que lo crea permite entrever hasta dónde puede llegar su ininteligencia.
Ya que estamos hablando de los factores económicos, aprovecharemos para señalar una ilusión muy extendida sobre este tema, y que consiste en imaginarse que las relaciones establecidas sobre el terreno de los intercambios comerciales pueden servir para un acercamiento y para un entendimiento entre los pueblos, mientras que, en realidad, tienen exactamente el efecto contrario. La materia, ya lo hemos dicho muchas veces, es esencialmente multiplicidad y división, y por tanto fuente de luchas y de conflictos; así, ya sea que se trate de los pueblos o de los individuos, el dominio económico no es y no puede ser más que el dominio de las rivalidades de intereses. En particular, Occidente no tiene que contar con la industria, ni tampoco con la ciencia moderna de la que es inseparable, para encontrar un terreno de entendimiento con Oriente; si los orientales llegan a aceptar esta industria como una necesidad penosa y por lo demás transitoria, ya que, para ellos, no podría ser nada más, eso no será nunca sino como un arma que les permita resistir a la invasión occidental y salvaguardar su propia existencia. Importa que se sepa bien que ello no puede ser de otro modo: los orientales que se resignan a considerar una concurrencia económica frente a Occidente, a pesar de la repugnancia que sienten hacia este género de actividad, no puede hacerlo más que con una única intención, la de desembarazarse de una dominación extranjera que no se apoya más que sobre la fuerza bruta, sobre el poder material que la industria pone precisamente a su disposición; la violencia llama a la violencia, pero se deberá reconocer que no son ciertamente los orientales quienes habrán buscado la lucha sobre este terreno.
Por lo demás, al margen de la cuestión de las relaciones de Oriente y de Occidente, es fácil constatar que una de las más notables consecuencias del desarrollo industrial es el perfeccionamiento incesante de los ingenios de guerra y el aumento de su poder destructivo en formidables proporciones. Eso sólo debería bastar para aniquilar los delirios «pacifistas» de algunos admiradores del «progreso» moderno; pero los soñadores y los «idealistas» son incorregibles, y su ingenuidad parece no tener límites. El «humanitarismo», que está tan enormemente de moda, ciertamente no merece ser tomado en serio; pero es extraño que se hable tanto del fin de las guerras en una época donde hacen más estragos de los que nunca han hecho, no solo a causa de la multiplicación de los medios de destrucción, sino también porque, en lugar de desarrollarse entre ejércitos poco numerosos y compuestos únicamente de soldados de oficio, arrojan los unos contra los otros a todos los individuos indistintamente, comprendidos ahí los menos calificados para desempeñar una semejante función. Ese es también un ejemplo llamativo de la confusión moderna, y es verdaderamente prodigioso, para quien quiere reflexionar en ello, que se haya llegado a considerar como completamente natural una «leva en masa» o una «movilización general», que la idea de una «nación armada» haya podido imponerse a todos los espíritus, salvo bien raras excepciones. También se puede ver en eso un efecto de la creencia en la fuerza del número únicamente: es conforme al carácter cuantitativo de la civilización moderna poner en movimiento masas enormes de combatientes; y, al mismo tiempo, el «igualitarismo» encuentra su campo en eso, así como en instituciones como las de la «instrucción obligatoria» y del «sufragio universal». Agregamos también que estas guerras generalizadas no se han hecho posibles más que por otro fenómeno específicamente moderno, que es la constitución de las «nacionalidades», consecuencia de la destrucción del régimen feudal, por una parte y, por otra, de la ruptura simultánea de la unidad superior de la «Cristiandad» de la edad media; y, sin entretenernos en consideraciones que nos llevarán demasiado lejos, señalamos también, como circunstancia agravante, el desconocimiento de una autoridad espiritual, única que puede ejercer normalmente un arbitraje eficaz, porque, por su naturaleza misma, está por encima de todos los conflictos de orden político. La negación de la autoridad espiritual, es también materialismo práctico; y aquellos mismos que pretenden reconocer una tal autoridad en principio le niegan de hecho toda influencia real y todo poder de intervenir en el dominio social, exactamente de la misma manera que establecen un tabique estanco entre la religión y las preocupaciones ordinarias de su existencia; ya sea que se trate de la vida pública o de la vida privada, es efectivamente el mismo estado de espíritu el que se afirma en los dos casos.
Admitiendo que el desarrollo material tenga algunas ventajas, por lo demás desde un punto de vista muy relativo, cuando se consideran consecuencias como las que acabamos de señalar, uno puede preguntarse si esas ventajas no son rebasadas en mucho por los inconvenientes. Ya no hablamos siquiera de todo lo que ha sido sacrificado a este desarrollo exclusivo, y que valía incomparablemente más; no hablamos de los conocimientos superiores olvidados, de la intelectualidad destruida, de la espiritualidad desaparecida; tomamos simplemente la civilización moderna en sí misma, y decimos que, si se pusieran en paralelo las ventajas y los inconvenientes de lo que ella ha producido, el resultado correría mucho riesgo de ser muy negativo. Las invenciones que van multiplicándose actualmente con una rapidez siempre creciente son tanto más peligrosas cuanto que ponen en juego fuerzas cuya verdadera naturaleza es enteramente desconocida por aquellos mismos que las utilizan; y esta ignorancia es la mejor prueba de la nulidad de la ciencia moderna bajo la relación del valor explicativo, y por consiguiente en tanto que conocimiento, incluso limitado al dominio físico únicamente; al mismo tiempo, el hecho de que las aplicaciones prácticas no son impedidas de ninguna manera por eso, muestra que esta ciencia está efectivamente orientada únicamente en un sentido interesado, que es la industria, la cual es la única meta real de todas sus investigaciones. Como el peligro de las invenciones, incluso de aquellas que no están destinadas expresamente a desempeñar un papel funesto para la humanidad, y que por eso no causan menos catástrofes, sin hablar de las perturbaciones insospechadas que provocan en el ambiente terrestre, como este peligro, decimos, no hará sin duda más que aumentar aún en proporciones difíciles de determinar, es permisible pensar, sin demasiada inverosimilitud, así como ya lo indicábamos precedentemente, que es quizás por ahí por donde el mundo moderno llegará a destruirse a sí mismo, si es incapaz de detenerse en esta vía mientras aún haya tiempo de ello.
Pero, en lo que concierne a las invenciones modernas, no basta hacer las reservas que se imponen en razón de su lado peligroso, y es menester ir más lejos: los pretendidos «beneficios» de lo que se ha convenido llamar el «progreso», y que, en efecto, se podría consentir designarlo así si se pusiera cuidado de especificar bien que no se trata más que de un progreso completamente material, esos «beneficios» tan alabados, ¿no son en gran parte ilusorios? Los hombres de nuestra época pretenden con eso aumentar su «bienestar»; por nuestra parte, pensamos que la meta que se proponen así, incluso si fuera alcanzada realmente, no vale que se consagren a ella tantos esfuerzos; pero, además, nos parece muy contestable que sea alcanzada. Primeramente, sería menester tener en cuenta el hecho de que todos los hombres no tienen los mismos gustos ni las mismas necesidades, que hay quienes a pesar de todo querrían escapar a la agitación moderna, a la locura de la velocidad, y que no pueden hacerlo; ¿se osará sostener que, para esos, sea un «beneficio» imponerles lo que es más contrario a su naturaleza? Se dirá que estos hombres son poco numerosos hoy día, y se creerá estar autorizado por eso a tenerlos como cantidad desdeñable; ahí, como en el dominio político, la mayoría se arroga el derecho de aplastar a las minorías, que, a sus ojos, no tienen evidentemente ninguna razón para existir, puesto que esa existencia misma va contra la manía «igualitaria» de la uniformidad. Pero, si se considera el conjunto de la humanidad en lugar de limitarse al mundo occidental, la cuestión cambia de aspecto: ¿no va a devenir así la mayoría de hace un momento una minoría? Así pues, ya no es el mismo argumento el que se hace valer en este caso, y, por una extraña contradicción, es en el nombre de su «superioridad» como esos «igualitarios» quieren imponer su civilización al resto del mundo, y como llegan a transportar la perturbación a gentes que no les pedían nada; y, como esa «superioridad» no existe más que desde el punto de vista material, es completamente natural que se imponga por los medios más brutales. Por lo demás, que nadie se equivoque al respecto: si el gran público admite de buena fe estos pretextos de «civilización», hay algunos para quienes eso no es más que una simple hipocresía «moralista», una máscara del espíritu de conquista y de los intereses económicos; ¡Pero qué época más singular es ésta donde tantos hombres se dejan persuadir de que se hace la felicidad de un pueblo sometiéndole a servidumbre, arrebatándole lo que tiene de más precioso, es decir, su propia civilización, obligándole a adoptar costumbres e instituciones que están hechas para otra raza, y forzando a los trabajos más penosos para hacerle adquirir cosas que le son de la más perfecta inutilidad! Pues así es: el Occidente moderno no puede tolerar que haya hombres que prefieran trabajar menos y que se contenten con poco para vivir; como sólo cuenta la cantidad, y como lo que no cae bajo los sentidos se tiene por inexistente, se admite que aquel que no se agita y que no produce materialmente no puede ser más que un «perezoso»; sin hablar siquiera a este respecto de las apreciaciones manifestadas corrientemente sobre los pueblos orientales, no hay más que ver cómo se juzgan las órdenes contemplativas, y eso hasta en algunos medios supuestamente religiosos. En un mundo tal, ya no hay ningún lugar para la inteligencia ni para todo lo que es puramente interior, ya que éstas son cosas que no se ven ni se tocan, que no se cuentan ni se pesan; ya no hay lugar más que para la acción exterior bajo todas sus formas, comprendidas las más desprovistas de toda significación. Así pues, no hay que sorprenderse de que la manía anglosajona del «deporte» gane terreno cada día: el ideal de ese mundo es el «animal humano» que ha desarrollado al máximo su fuerza muscular; sus héroes son los atletas, aunque sean brutos; son esos los que suscitan el entusiasmo popular, es por sus hazañas por lo que la muchedumbre se apasiona; un mundo donde se ven tales cosas ha caído verdaderamente muy bajo y parece muy cerca de su fin.
No obstante, coloquémonos por un instante en el punto de vista de los que ponen su ideal en el «bienestar» material, y que, a este título, se regocijan con todas las mejoras aportadas a la existencia por el «progreso» moderno; ¿están bien seguros de no estar engañados? ¿es verdad que los hombres son más felices hoy día que antaño, porque disponen de medios de comunicación más rápidos o de otras cosas de este género, porque tienen una vida agitada y más complicada? Nos parece que es todo lo contrario: el desequilibrio no puede ser la condición de una verdadera felicidad; por lo demás, cuantas más necesidades tiene un hombre, más riesgo corre de que le falte algo, y por consiguiente de ser desdichado; la civilización moderna apunta a multiplicar las necesidades artificiales, y como ya lo decíamos más atrás, creará siempre más necesidades de las que podrá satisfacer, ya que, una vez que uno se ha comprometido en esa vía, es muy difícil detenerse, y ya no hay siquiera ninguna razón para detenerse en un punto determinado. Los hombres no podían sentir ningún sufrimiento de estar privados de cosas que no existían y en las cuales jamás habían pensado; ahora, al contrario, sufren forzosamente si esas cosas les faltan, puesto que se han habituado a considerarlas como necesarias, y porque, de hecho, han devenido para ellos verdaderamente necesarias. Se esfuerzan así, por todos los medios, en adquirir lo que puede procurarles todas las satisfacciones materiales, las únicas que son capaces de apreciar: no se trata más que de «ganar dinero», porque es eso lo que permite obtener cosas, y cuanto más se tiene, más se quiere tener todavía, porque se descubren sin cesar necesidades nuevas; y esta pasión deviene la única meta de toda su vida. De ahí la concurrencia feroz que algunos «evolucionistas» han elevado a la dignidad de ley científica bajo el nombre de «lucha por la vida», y cuya consecuencia lógica es que los más fuertes, en el sentido más estrechamente material de esta palabra, son los únicos que tienen derecho a la existencia. De ahí también la envidia e incluso el odio de que son objeto quienes poseen la riqueza por parte de aquellos que están desprovistos de ella; ¿cómo podrían, hombres a quienes se ha predicado teorías «igualitarias», no rebelarse al constatar alrededor de ellos la desigualdad bajo la forma que debe serles más sensible, porque es la del orden más grosero? Si la civilización moderna debía hundirse algún día bajo el empuje de los apetitos desordenados que ha hecho nacer en la masa, sería menester estar muy ciego para no ver en ello el justo castigo de su vicio fundamental, o, para hablar sin ninguna fraseología moral, el «contragolpe» de su propia acción en el dominio mismo donde ella se ha ejercido. En el Evangelio se dice: «El que hiere a espada perecerá por la espada»; el que desencadena las fuerzas brutales de la materia perecerá aplastado por esas mismas fuerzas, de las cuales ya no es dueño cuando las ha puesto imprudentemente en movimiento, y a las cuales no puede jactarse de retener indefinidamente en su marcha fatal; fuerzas de la naturaleza o masas humanas, o las unas y las otras todas juntas, poco importa, son siempre las leyes de la materia las que entran en juego y las que quiebran inexorablemente a aquel que ha creído poder dominarlas sin elevarse él mismo por encima de la materia. Y el Evangelio dice también: «Toda casa dividida contra sí misma sucumbirá»; esta palabra también se aplica exactamente al mundo moderno, con su civilización material, que, por su naturaleza misma, no puede más que suscitar por todas partes la lucha y la división. Es muy fácil sacar la conclusión, y no hay necesidad de hacer llamada a otras consideraciones para poder predecir a este mundo, sin temor a equivocarse, un fin trágico, a menos que un cambio radical, que llegue hasta un verdadero cambio de sentido, sobrevenga en breve plazo.
Sabemos bien que, al hablar del materialismo de la civilización moderna como acabamos de hacerlo, algunos nos reprocharán haber descuidado ciertos elementos que parecen constituir al menos una atenuación a este materialismo; y en efecto, si no los hubiera, es muy probable que esta civilización habría ya perecido lamentablemente. Así pues, no contestamos en modo alguno la existencia de tales elementos, pero también es menester no ilusionarse sobre este punto: por una parte, no vamos a hacer entrar ahí todo lo que, en el dominio filosófico, se presenta bajo etiquetas como las de «espiritualismo» y de «idealismo», como tampoco todo lo que, en las tendencias contemporáneas, no es más que «moralismo» y «sentimentalismo»; ya nos hemos explicado suficientemente sobre todo eso y recordaremos simplemente que, para nos, son puntos de vista tan completamente «profanos» como el del materialismo teórico o práctico, y que se alejan de él mucho menos en realidad que en apariencia; por otra parte, si todavía hay restos de espiritualidad verdadera, es a pesar del espíritu moderno y contra él como han subsistido hasta aquí. Estos restos de espiritualidad, para todo lo que es propiamente occidental, es únicamente en el orden religioso donde es posible encontrarlos; pero ya hemos dicho cuan disminuida está la religión hoy día, cuan estrecha y mediocre es la concepción que se hacen de ella sus mismos fieles, y hasta qué punto se ha eliminado de ella la intelectualidad, que no forma más que uno con la verdadera espiritualidad; en estas condiciones, si quedan todavía algunas posibilidades, apenas es más que en el estado latente, y, en el presente, su papel efectivo se reduce a bien poco. Por eso es menester admirar no menos la vitalidad de una tradición religiosa que, incluso reabsorbida así en una suerte de virtualidad, persiste a pesar de todos los esfuerzos que se han intentado desde hace varios siglos para asfixiarla y aniquilarla; y, si se supiera reflexionar, se vería que hay en esta resistencia algo que implica un poder «no humano»; pero, todavía una vez más, esta tradición no pertenece al mundo moderno, no es uno de sus elementos constitutivos, es lo contrario mismo de sus tendencias y de sus aspiraciones. Eso, es menester decirlo francamente, y no buscar vanas conciliaciones: entre el espíritu religioso, en el verdadero sentido de esta palabra, y el espíritu moderno, no puede haber más que antagonismo; todo compromiso no puede más que debilitar al primero y aprovechar al segundo, cuya hostilidad no será por eso desarmada, ya que no puede querer más que la destrucción completa de todo lo que, en la humanidad, refleja una realidad superior a la humanidad.
Se dice que el Occidente moderno es cristiano, pero eso es un error: el espíritu moderno es anticristiano, porque es esencialmente antireligioso; y es antireligioso porque, más generalmente todavía, es antitradicional; eso es lo que constituye su carácter propio, lo que le hace ser lo que es. Ciertamente, algo del Cristianismo ha pasado hasta la civilización anticristiana de nuestra época, cuyos representantes más «avanzados», como dicen en su lenguaje especial, no pueden evitar haber sufrido y sufrir todavía, involuntaria y quizás inconscientemente, una cierta influencia cristiana, al menos indirecta; y ello es así porque una ruptura con el pasado, por radical que sea, no puede ser nunca absolutamente completa y tal que suprima toda continuidad. Iremos más lejos incluso, y diremos que todo lo que puede haber de válido en el mundo moderno le ha venido del Cristianismo, o al menos a través del Cristianismo, que ha aportado con él toda la herencia de las tradiciones anteriores, que la ha conservado viva tanto como lo ha permitido el estado de Occidente, y que siempre lleva en sí mismo sus posibilidades latentes; ¿pero quién tiene hoy día, incluso entre aquellos que se afirman cristianos, la consciencia efectiva de esas posibilidades? ¿Dónde están, incluso en el Catolicismo, los hombres que conocen el sentido profundo de la doctrina que profesan exteriormente, que no se contentan con «creer» de una manera más o menos superficial, y más por el sentimiento que por la inteligencia, sino que «saben» realmente la verdad de la tradición religiosa que consideran como suya? Querríamos tener la prueba de que existen al menos algunos, ya que estaría en eso, para Occidente, la mayor y quizás la única esperanza de salvación; pero debemos confesar que, hasta ahora, todavía no los hemos encontrado; ¿es menester suponer que, como algunos sabios de Oriente, se mantienen ocultos en algún reducto casi inaccesible, o es menester renunciar definitivamente a esta última esperanza? Occidente ha sido cristiano en la edad media, pero ya no lo es; si se dice que todavía puede volver a serlo, nadie desea más que nos que ello sea así, y que eso ocurra un día más próximo de lo que haría pensar todo lo que vemos alrededor nuestro; pero que nadie se engañe al respecto: ese día, el mundo moderno habrá desaparecido.
CAPÍTULO VIII
La invasión occidental
El desorden moderno, lo hemos dicho, ha tenido nacimiento en Occidente, y, hasta estos últimos años, había permanecido siempre estrictamente localizado; pero ahora se ha producido un hecho cuya gravedad no debe ser disimulada: es que el desorden se extiende por todas partes y parece ganar hasta el Oriente. Ciertamente la invasión occidental no es una cosa reciente, pero hasta ahora se limitaba a una dominación más o menos brutal ejercida sobre los demás pueblos, y cuyos efectos estaban limitados al dominio político y económico; a pesar de todos los esfuerzos de una propaganda que reviste formas múltiples, el espíritu oriental era impenetrable a todas las desviaciones, y las antiguas civilizaciones tradicionales subsistían intactas. Hoy día, al contrario, hay orientales que se han «occidentalizado» más o menos completamente, que han abandonado su tradición para adoptar todas las aberraciones del espíritu moderno, y estos elementos desviados, gracias a la enseñanza de las Universidades europeas y americanas, devienen en su propio país una causa de perturbación y de agitación. Por lo demás, no conviene exagerar su importancia, por el momento al menos: en Occidente, uno se imagina de buena gana que esas individualidades ruidosas, pero poco numerosas, representan al Oriente actual, mientras que, en realidad, su acción no es ni muy extensa ni muy profunda; esta ilusión se explica fácilmente, ya que aquí nadie conoce a los verdaderos orientales, que por lo demás no buscan en modo alguno hacerse conocer, y ya que son los «modernistas», si se puede llamarlos así, los únicos que se muestran hacia afuera, que hablan, que escriben y se agitan de todas las maneras. Por eso no es menos verdad que este movimiento antitradicional puede ganar terreno, y es menester considerar todas las eventualidades, incluso las más desfavorables; el espíritu se repliega ya en cierto modo sobre sí mismo, los centros donde se conserva integralmente devienen cada vez más cerrados y difícilmente accesibles; y esta generalización del desorden corresponde bien a lo que debe producirse en la fase final del Kali-Yuga.
Digámoslo muy claramente: puesto que el espíritu moderno es algo puramente occidental, aquellos que están afectados por él, incluso si son orientales de nacimiento, deben ser considerados, bajo el aspecto de la mentalidad, como occidentales, ya que toda idea oriental les es enteramente extraña, y su ignorancia al respecto de las doctrinas tradicionales es la única excusa de su hostilidad. Lo que puede parecer bastante singular e incluso contradictorio, es que esos mismos hombres, que se hacen los auxiliares del «occidentalismo» desde el punto de vista intelectual, o más exactamente contra toda verdadera intelectualidad, aparecen a veces como sus adversarios en el dominio político; y sin embargo, en el fondo, en eso no hay nada de lo que uno deba sorprenderse. Son ellos quienes se esfuerzan en instituir en Oriente «nacionalidades» diversas, y todo «nacionalismo» es necesariamente opuesto al espíritu tradicional; si quieren combatir la dominación extranjera, es por los mismos métodos del Occidente, de la misma manera que los diversos pueblos occidentales luchan entre ellos; y quizás es eso lo que constituye su razón de ser. En efecto, si las cosas han llegado a tal punto que el empleo de semejantes métodos haya devenido inevitable, su puesta en obra no puede ser más que el hecho de elementos que hayan roto todo vínculo con la tradición; así pues, puede ser que estos elementos sean utilizados de esta manera transitoriamente, y después eliminados como los occidentales mismos. Por lo demás, sería bastante lógico que las ideas que éstos han extendido se vuelvan contra ellos, ya que no pueden ser sino factores de división y de ruina; es por eso por lo que la civilización moderna perecerá de una manera o de otra; importa poco que sea por efecto de las disensiones entre los occidentales, disensiones entre naciones o entre clases sociales, o, como algunos lo pretenden, por los ataques de los orientales «occidentalizados», o también a consecuencia de un cataclismo provocado por los «progresos de la ciencia»; en todos los casos, el mundo occidental no corre peligros más que por su propia falta y por lo que sale de sí mismo.
La única cuestión que se plantea es ésta: ¿no tendrá que sufrir Oriente, debido al espíritu moderno, más que una crisis pasajera y superficial, o bien Occidente arrastrará en su caída a la humanidad toda entera? Actualmente sería difícil aportar una respuesta basada sobre constataciones indudables; los dos espíritus opuestos existen ahora en Oriente, y la fuerza espiritual, inherente a la tradición y desconocida por sus adversarios, puede triunfar sobre la fuerza material cuando ésta haya desempeñado su papel, y hacerla desvanecerse como la luz disipa las tinieblas; diremos incluso que triunfará sobre ella más pronto o más tarde, pero puede que, antes de llegar a eso, haya un periodo de oscurecimiento completo. El espíritu tradicional no puede morir, porque, en su esencia, es superior a la muerte y al cambio; pero puede retirarse enteramente del mundo exterior, y entonces será verdaderamente el «fin de un mundo». Según todo lo que hemos dicho, la realización de esta eventualidad en un porvenir relativamente poco lejano no tendría nada de inverosímil; y, en la confusión que, salida de Occidente, gana al presente a Oriente, podríamos ver el «comienzo del fin», el signo precursor del momento en que, según la tradición hindú, la doctrina sagrada debe ser encerrada toda entera en una concha, para salir intacta de ella en el alba del mundo nuevo.
Pero, todavía una vez más, dejemos ahí las anticipaciones, para no considerar más que los acontecimiento actuales: lo que es incontestable, es que Occidente lo invade todo; su acción se ha ejercido primero en el dominio material, el que estaba inmediatamente a su alcance, ya sea por la conquista violenta, o ya sea por el comercio y el acaparamiento de los recursos de todos los pueblos; pero ahora las cosas van todavía más lejos. Los occidentales, animados siempre por esa necesidad de proselitismo que les es tan particular, han llegado a hacer penetrar en los demás, en una cierta medida, su espíritu antitradicional y materialista; y, mientras que la primera forma de invasión no alcanzaba en suma más que a los cuerpos, ésta envenena las inteligencias y mata la espiritualidad; por lo demás, una ha preparado a la otra y la ha hecho posible, de suerte que, en definitiva, no es más que por la fuerza bruta como Occidente ha llegado a imponerse por todas partes, y no podía ser de otro modo, ya que es en eso donde reside la única superioridad real de su civilización, tan inferior desde cualquier otro punto de vista. La invasión occidental, es la invasión del materialismo bajo todas sus formas, y no puede ser más que eso; todos los disfraces más o menos hipócritas, todos los pretextos «moralistas», todas las declamaciones «humanitarias», todas las habilidades de una propaganda que en cada ocasión sabe mostrarse insinuante para alcanzar mejor su cometido de destrucción, no pueden nada contra esta verdad, que no podría ser contestada más que por los ingenuos o por aquellos que tienen un interés cualquiera en esta obra verdaderamente «satánica», en el sentido más riguroso de la palabra[29].
Cosa extraordinaria, este momento en que Occidente lo invade todo es el que algunos escogen para denunciar, como un peligro que les llena de espanto, una pretendida penetración de ideas orientales en este mismo Occidente; ¿qué es esta nueva aberración? A pesar de nuestro deseo de atenernos a consideraciones de orden general, no podemos dispensarnos de decir aquí al menos algunas palabras del libro Defensa del Occidente publicado recientemente por M. Henri Massis, y que es una de las manifestaciones más características de este estado de espíritu. Este libro está lleno de confusiones e incluso de contradicciones, y muestra una vez más cuan poco capacitados están la mayoría de aquellos que querrían reaccionar contra el desorden moderno para hacerlo de una manera verdaderamente eficaz, ya que ni siquiera saben muy bien lo que tienen que combatir. El autor niega a veces haber querido atacar al verdadero Oriente y, si se hubiera atenido efectivamente a una crítica de las fantasías «pseudo-orientales», es decir, de esas teorías puramente occidentales que se difunden bajo etiquetas engañosas, y que no son más que uno de los numerosos productos del desequilibrio actual, no hubiéramos podido más que aprobarle plenamente, tanto más cuanto que nos mismo hemos señalado, mucho antes que él, el peligro real de esa suerte de cosas, así como su inanidad desde el punto de vista intelectual. Pero, desafortunadamente, siente después la necesidad de atribuir a Oriente concepciones que apenas valen más que esas; para hacerlo, se apoya sobre citas tomadas a algunos orientalistas más o menos «oficiales», donde las doctrinas orientales están, así como ocurre ordinariamente, deformadas hasta la caricatura; ¿qué diría el autor si alguien usara el mismo procedimiento al respecto del Cristianismo y pretendiera juzgarle según los trabajos de los «hipercríticos» universitarios? Eso es exactamente lo que él hace en lo que concierne a las doctrinas de la India y de la China, con la circunstancia agravante de que los occidentales cuyo testimonio invoca no tienen el menor conocimiento directo de esas doctrinas, mientras que aquellos de sus colegas que se ocupan del Cristianismo deben conocerle al menos en una cierta medida, incluso si su hostilidad contra todo lo que es religioso les impide comprenderle verdaderamente. Por lo demás, debemos decir en esta ocasión que a veces hemos tenido mucho trabajo en hacerles admitir a algunos orientales que las exposiciones de tal o cual orientalista procedían de una incomprehensión pura y simple, y no de una determinación consciente y voluntaria, de tal modo se siente en ellos esa misma hostilidad que es inherente al espíritu antitradicional; y, por nuestra parte, preguntaríamos de buena gana a M. Massis si cree muy hábil atacar a la tradición en los demás cuando uno querría restaurarla en su propio país. Hablamos de habilidad, porque, en el fondo, toda la discusión está planteada por él sobre un terreno político; para nos, que nos colocamos en un punto de vista muy diferente, el de la intelectualidad pura, la única cuestión que se plantea es una cuestión de verdad; pero este punto de vista es sin duda muy elevado y muy sereno como para que los polemistas puedan encontrar en él su satisfacción, y dudamos incluso que, en tanto que polemistas, la preocupación por la verdad pueda tener un gran lugar en sus preocupaciones[30].
M. Massis la emprende contra lo que llama «propagandistas orientales», expresión que encierra en sí misma una contradicción, puesto que el espíritu de propaganda, ya lo hemos dicho muy frecuentemente, es algo completamente occidental; y eso solo ya indica claramente que ahí hay algo equivocado. De hecho, entre los propagandistas señalados, podemos distinguir dos grupos, el primero de los cuales está constituido por puros occidentales; sería verdaderamente cómico, si no fuera el signo de la más deplorable ignorancia de las cosas de Oriente, ver que se hace figurar a Alemanes y a Rusos entre los representantes del espíritu oriental; el autor hace a su respecto observaciones de las que algunas son muy justas, pero, ¿por qué no los muestra claramente como lo que son en realidad? A este primer grupo agregamos también los «teosofistas» anglosajones y todos los inventores de otras sectas del mismo género, cuya terminología oriental no es más que una máscara destinada a imponerse a los ingenuos y a las gentes mal informadas, y que no recubre más que algunas ideas tan extrañas a Oriente como queridas al Occidente moderno; por lo demás, esos son más peligrosos que los simples filósofos, en razón de sus pretensiones a un «esoterismo» que no poseen tampoco, pero que simulan fraudulentamente para atraer hacia ellos a los espíritus que buscan otra cosa que especulaciones «profanas» y que, en medio del caos presente, no saben donde dirigirse; por nuestra parte, nos extrañamos un poco de que M. Massis no diga casi nada al respecto. En cuanto al segundo grupo, encontramos en él algunos de esos orientales occidentalizados de los que hemos hablado hace un momento, y que, dado que son tan ignorantes como los precedentes de las verdaderas ideas orientales, serían muy incapaces de extenderlas en Occidente, suponiendo que tuviesen la intención de ello; por lo demás, la meta que se proponen realmente es completamente contraría a eso, puesto que es destruir esas mismas ideas en Oriente, y presentar al mismo tiempo a los occidentales su Oriente modernizado, acomodado a las teorías que se les han enseñado en Europa o en América; verdaderos agentes de la más nefasta de todas las propagandas occidentales, de la que ataca directamente a la inteligencia, es para el Oriente para el que son un peligro, y no para el Occidente del cual no son más que el reflejo. En lo que concierne a los verdaderos orientales, M. Massis no menciona ni uno solo, y le hubiera costado mucho trabajo hacerlo, ya que ciertamente no conoce a ninguno; la imposibilidad en que se encontraba para citar el nombre de un solo oriental que no estuviera occidentalizado hubiera debido darle que reflexionar y hacerle comprender que los «propagandistas orientales» son perfectamente inexistentes.
Por lo demás, aunque eso nos obligue a hablar de nos, lo que entra poco en nuestros hábitos, debemos declarar formalmente esto: a nuestro conocimiento, no hay nadie que haya expuesto en Occidente ideas orientales auténticas, salvo nos mismo; y lo hemos hecho siempre exactamente como lo habría hecho todo oriental que se hubiera encontrado llevado a ello por las circunstancias, es decir, sin la menor intención de «propaganda» o de vulgarización, y únicamente para aquellos que son capaces de comprender las doctrinas tales cuales son, sin que haya lugar a desnaturalizarlas bajo pretexto de ponerlas a su alcance; y agregaremos que, a pesar de la decadencia de la intelectualidad occidental, aquellos que comprenden son todavía menos raros de lo que habríamos supuesto, aunque no son evidentemente más que una pequeña minoría. Una tal empresa no es ciertamente del género de las que M. Massis imagina, no nos atrevemos a decir por las necesidades de su causa, aunque el carácter político de su libro pueda autorizar una tal expresión; para ser tan benévolo como es posible, decimos que las imagina porque su espíritu está turbado por el miedo que hace nacer en él el presentimiento de una ruina más o menos próxima de la civilización occidental, y lamentamos que no haya sabido ver claramente dónde se encuentran las verdaderas causas susceptibles de traer esta ruina, aunque le ocurre a veces hacer prueba de una justa severidad al respecto de algunos aspectos del mundo moderno. Es eso mismo lo que provoca la continua fluctuación de su tesis: por una parte, no sabe exactamente cuáles son los adversarios que debería combatir, y, por otra, su «tradicionalismo» le deja muy ignorante de todo lo que es la esencia misma de la tradición, que confunde visiblemente con una suerte de «conservadurismo» político-religioso del orden más exterior.
Decimos que el espíritu de M. Massis está turbado por el miedo; la mejor prueba de ello es quizás la actitud extraordinaria, e incluso completamente inconcebible que presta a sus supuestos «propagandistas orientales»: ¡éstos estarían animados de un odio feroz al respecto de Occidente, y es para perjudicar a éste por lo que se esforzarían en comunicarle sus propias doctrinas, es decir, en hacerle don de lo que ellos mismos tienen de más precioso, de lo que constituye en cierto modo la substancia misma de su espíritu! Ante todo lo que hay de contradictorio en una tal hipótesis, uno no puede impedirse sentir una verdadera estupefacción: toda la tesis penosamente levantada se desmorona instantáneamente, y parece que el autor ni siquiera se haya apercibido de ello, ya que no queremos suponer que haya sido consciente de una parecida inverosimilitud y que haya contado simplemente con la poca clarividencia de sus lectores para hacérsela aceptar. No hay necesidad de reflexionar muy largamente ni muy profundamente para darse cuenta de que, si hay gentes que odian tan enormemente a Occidente, la primera cosa que deben hacer es guardar celosamente sus doctrinas para ellos y que todos sus esfuerzos deben tender a impedir el acceso a ellas a los occidentales; por lo demás, ese es un reproche que se ha dirigido a veces a los orientales, con más apariencia de razón. No obstante, la verdad es bastante diferente: los representantes auténticos de las doctrinas tradicionales no sienten odio por nadie, y su reserva no tiene más que una sola causa: es que juzgan perfectamente inútil exponer algunas verdades a aquellos que son incapaces de comprenderlas; pero nunca se han negado a hacer partícipes de ellas a aquellos que poseen, cualquiera que sea su origen, las «calificaciones» requeridas; ¿es falta suya si, entre estos últimos, hay muy pocos occidentales? Y, por otro lado, si la masa oriental acaba por ser verdaderamente hostil a los occidentales, después de haberlos considerado durante mucho tiempo con indiferencia, ¿quién es el responsable de ello? ¿Será pues esta élite que, completamente entregada a la contemplación, se queda resueltamente al margen de la agitación exterior, o, no son más bien los occidentales mismos, quienes han hecho todo lo que era menester para hacer su presencia odiosa e intolerable? Basta que la cuestión se plantee así como debe serlo, para que cualquiera sea capaz de responderla inmediatamente; y, admitiendo que los orientales, que han hecho prueba hasta aquí de una increíble paciencia, quieran finalmente ser los dueños en su casa, ¿quién podría pensar sinceramente en censurarles por ello? Es cierto que, cuando algunas pasiones se mezclan a ellas, las mismas cosas pueden, según las circunstancias, encontrarse apreciadas de maneras muy diversas, e incluso completamente contrarias: así, cuando la resistencia a una invasión extranjera es el hecho de un pueblo occidental, se le llama «patriotismo» y es digna de todos los elogios; cuando es el hecho de un pueblo oriental, se le llama «fanatismo» o «xenofobia» y no merece más que el odio o el desprecio. Por lo demás, ¿no es en el nombre del «Derecho», de la «Libertad», de la «Justicia» y de la «Civilización» como los Europeos pretenden imponer por todas partes su dominación, e impedir a todo hombre vivir y pensar de un modo diferente a como ellos mismos viven y piensan? Se convendrá que el «moralismo» es verdaderamente una cosa admirable, a menos de que se prefiera concluir simplemente, como nos mismo, que, salvo excepciones tanto más honorables cuanto más raras, en Occidente apenas hay más que dos tipos de gentes, bastante poco interesantes tanto la una como la otra: los ingenuos que se dejan atrapar en esas grandes palabras y que creen en su «misión civilizadora», inconscientes como están de la barbarie materialista en la que están hundidos, y los hábiles que explotan este estado de espíritu para la satisfacción de sus instintos de violencia y de codicia. En todo caso, lo que hay de cierto, es que los orientales no amenazan a nadie y no piensan tampoco invadir el Occidente de una manera o de otra; por el momento, tienen bastante que hacer con defenderse contra la opresión europea, que corre el riesgo de alcanzarles hasta en su espíritu; y es al menos curioso ver a los agresores presentarse como víctimas.
Esta puesta a punto era necesaria, ya que hay algunas cosas que deben ser dichas; pero nos reprocharíamos insistir más en ello, puesto que la tesis de los «defensores de Occidente» es verdaderamente muy frágil e inconsistente. Por lo demás, si nos hemos apartado un instante de la reserva que observamos habitualmente en lo que concierne a las individualidades para citar a M. Henri Massis, es sobre todo porque éste representa en la circunstancia una cierta parte de la mentalidad contemporánea, la cual nos era menester tener en cuenta también en este estudio sobre el estado del mundo moderno. ¿Cómo se opondría verdadera y eficazmente, este «tradicionalismo» de orden inferior, estrechamente limitado e incomprehensivo, quizás incluso bastante artificial, a un espíritu con el que comparte tantos prejuicios? Por una y otra parte, es poco más o menos la misma ignorancia de los verdaderos principios; es la misma determinación de negar todo lo que rebasa un cierto horizonte; es la misma inaptitud para comprender la existencia de civilizaciones diferentes, la misma superstición del «clasicismo» grecolatino. Esta reacción insuficiente no tiene interés para nos sino porque marca una cierta insatisfacción del estado presente en algunos de nuestros contemporáneos; por lo demás, de esta misma insatisfacción, hay otras manifestaciones que serían susceptibles de ir más lejos si estuvieran bien dirigidas; pero, por el momento, todo eso es muy caótico, y todavía es muy difícil decir lo que saldrá de ahí. No obstante, algunas previsiones a este respecto no serán quizás enteramente inútiles; y, como se ligan estrechamente al destino del mundo actual, podrán servir al mismo tiempo de conclusiones al presente estudio, en la medida en que es permisible sacar conclusiones sin dar a la ignorancia «profana» la ocasión de ataques muy fáciles, al desarrollar imprudentemente consideraciones que sería imposible justificar por los medios ordinarios. No somos de los que piensan que puede decirse todo indiferentemente, al menos cuando se sale de la doctrina pura para ir a sus aplicaciones; entonces hay algunas reservas que se imponen, y cuestiones de oportunidad que deben plantearse inevitablemente; pero estas reservas legítimas, e incluso indispensables, no tienen nada de común con algunos temores pueriles que no son más que el efecto de una ignorancia comparable a la de un hombre que, según la expresión proverbial hindú, «toma una cuerda por una serpiente». Se quiera o no, lo que debe decirse se dirá a medida que las circunstancias lo exijan; ni los esfuerzos interesados de unos, ni la hostilidad inconsciente de otros, podrán impedir que ello sea así, como tampoco, por otro lado, la impaciencia de aquellos que, arrastrados por la prisa febril del mundo moderno, querrían saberlo todo de un solo golpe, podrá hacer que ciertas cosas sean conocidas en el exterior más pronto de lo que conviene; pero éstos últimos podrán consolarse al menos pensando que la marcha acelerada de los acontecimientos les dará sin duda una pronta satisfacción; ¡Que no tengan que lamentar entonces estar insuficientemente preparados para recibir un conocimiento que buscan muy frecuentemente con más entusiasmo que verdadero discernimiento!
CAPÍTULO IX
Algunas conclusiones
Hemos querido mostrar aquí sobre todo cómo la aplicación de los datos tradicionales permite resolver las cuestiones que se plantean actualmente de la manera más inmediata, explicar el estado presente de la humanidad terrestre, y al mismo tiempo juzgar según la verdad, y no según reglas convencionales o preferencias sentimentales, todo lo que constituye propiamente la civilización moderna. Por lo demás, no hemos tenido la pretensión de agotar el tema, de tratarle en todos sus detalles, ni de desarrollar completamente todos sus aspectos sin descuidar ninguno; por otra parte, los principios de los que nos inspiramos constantemente nos obligan a presentar vistas esencialmente sintéticas, y no analíticas como las del saber «profano»; pero estas vistas, precisamente porque son sintéticas, van mucho más lejos en el sentido de una verdadera explicación que un análisis cualquiera, que, en realidad, no tiene apenas más que un simple valor descriptivo. En todo caso, pensamos haber dicho bastante como para permitir, a aquellos que son capaces de comprender, sacar por sí mismos, de lo que hemos expuesto, al menos una parte de las consecuencias que están contenidas implícitamente en ello; y deben estar bien persuadidos de que este trabajo les será mucho más provechoso que una lectura que no dejará ningún lugar a la reflexión y a la meditación, para las que, antes al contrario, hemos querido proporcionar un punto de partida apropiado, un apoyo suficiente para elevarse por encima de la vana multitud de las opiniones individuales.
Nos queda decir algunas palabras de lo que podríamos llamar el alcance práctico de semejante estudio; este alcance, podríamos descuidarle o desinteresarnos de él si nos hubiéramos quedado en la doctrina metafísica pura, en relación a la cual toda aplicación no es más que contingente y accidental; pero, aquí, es precisamente de las aplicaciones de lo que se trata. Por lo demás, al margen de todo punto de vista práctico, éstas tienen una doble razón de ser: son las consecuencias legítimas de los principios, el desarrollo normal de una doctrina que, al ser una y universal, debe abarcar todos los órdenes de realidad sin excepción; y, al mismo tiempo, son también, para algunos al menos, un medio preparatorio para elevarse a un conocimiento superior, así como lo hemos explicado a propósito de la «ciencia sagrada». Pero, además, cuando se está en el dominio de las aplicaciones, no está prohibido considerarlas también en sí mismas y en su valor propio, provisto que uno no sea llevado nunca por eso a perder de vista su vinculamiento a los principios; este peligro es muy real, puesto que es de eso de donde resulta la degeneración que ha dado nacimiento a la «ciencia profana», pero no existe para aquellos que saben que todo deriva y depende enteramente de la pura intelectualidad, y que lo que no procede de ella conscientemente no puede ser más que ilusorio. Como ya lo hemos repetido muy frecuentemente, todo debe comenzar por el conocimiento; y lo que parece estar más alejado del orden práctico se encuentra no obstante que es lo más eficaz en ese orden mismo, ya que es eso sin lo cual, tanto ahí como por cualquier otra parte, es imposible cumplir nada que sea realmente válido, que sea otra cosa que una agitación vana y superficial. Es por eso por lo que, para volver de nuevo más especialmente a la cuestión que nos ocupa al presente, podemos decir que, si todos los hombres comprendieran lo que es verdaderamente el mundo moderno, éste dejaría de existir inmediatamente, ya que su existencia, como la de la ignorancia y de todo lo que es limitación, es puramente negativa: no es más que por la negación de la verdad tradicional y suprahumana. Este cambio se produciría así sin ninguna catástrofe, lo que parece casi imposible para toda otra vía; ¿carecemos pues de razón si afirmamos que un tal conocimiento es susceptible de consecuencias prácticas verdaderamente incalculables? Pero, por otro lado, desafortunadamente parece difícil admitir que todos lleguen a este conocimiento, del que la mayor parte de los hombres están ciertamente más lejos de lo que hayan estado nunca; es cierto que eso no es en modo alguno necesario, ya que basta una élite poco numerosa, pero constituida lo bastante fuertemente como para dar una dirección a la masa, que obedecería a sus sugestiones sin tener siquiera la menor idea de su existencia ni de sus medios de acción; ¿es todavía posible la constitución efectiva de esta élite en Occidente?
No tenemos la intención de volver de nuevo sobre todo lo que ya hemos tenido la ocasión de exponer en otra parte en lo que concierne al papel de la élite intelectual en las diferentes circunstancias que pueden considerarse como posibles para un porvenir más o menos inminente. Nos limitaremos pues a decir esto: cualquiera que sea la manera en que se cumpla el cambio que constituye lo que se puede llamar el paso de un mundo a otro, ya sea que se trate por lo demás de ciclos más o menos extensos, este cambio, incluso si tiene las apariencias de una brusca ruptura, no implicará nunca una discontinuidad absoluta, ya que hay un encadenamiento causal que liga todos los ciclos entre sí. La élite de la que hablamos, si llegara a formarse mientras hay tiempo todavía, podría preparar el cambio de tal manera que se produzca en las condiciones más favorables, y que la perturbación que le acompañará inevitablemente se reduzca en cierto modo al mínimo; pero, incluso si ello no es así, tendrá siempre otra tarea, más importante todavía, la de contribuir a la conservación de lo que debe sobrevivir al mundo presente y servir a la edificación del mundo futuro. Es evidente que no se debe esperar a que el descenso esté acabado para preparar el reascenso, desde que se sabe que este reascenso tendrá lugar necesariamente, incluso si no puede evitarse que el descenso desemboque antes en algún cataclismo; y así, en todos los casos, el trabajo efectuado no estará perdido: no puede estarlo en cuanto a los beneficios que la élite sacará de él para sí misma, pero no lo estará tampoco en cuanto a sus resultados ulteriores para el conjunto de la humanidad.
Ahora, he aquí como conviene considerar las cosas: la élite existe todavía en las civilizaciones orientales, y, admitiendo que se reduzca allí cada vez más ante la invasión moderna, subsistirá no obstante hasta el final, porque es necesario que ello sea así para guardar el depósito de la tradición que no podría perecer, y para asegurar la transmisión de todo lo que debe ser conservado. En Occidente, por el contrario, la élite ya no existe actualmente; así pues, uno puede preguntarse si ella volverá a formarse ahí antes del fin de nuestra época, es decir, si el mundo occidental, a pesar de su desviación, tendrá parte en esta conservación y en esta transmisión: si eso no es así, la consecuencia de ello será que su civilización deberá perecer toda entera, porque ya no habrá en ella ningún elemento utilizable para el porvenir, debido a que todo rastro del espíritu tradicional habrá desaparecido de su seno. Planteada así, la cuestión no puede tener más que una importancia muy secundaria en cuanto al resultado final; pero por eso no presenta menos un cierto interés desde un punto de vista relativo, que debemos tomar en consideración desde que consentimos en tener en cuenta las condiciones particulares del periodo en el que vivimos. En principio, uno podría contentarse con hacer destacar que este mundo occidental es, a pesar de todo, una parte del conjunto del que parece haberse desgajado desde el comienzo de los tiempos modernos, y que, en la última integración del ciclo, todas las partes deben encontrarse de una cierta manera; pero eso no implica forzosamente una restauración previa de la tradición occidental, ya que ésta puede estar conservada solo en el estado de posibilidad permanente en su fuente misma, fuera de la forma especial que ha revestido en tal momento determinado. Por lo demás, no decimos esto más que a título de indicación, ya que, para comprenderlo plenamente, sería menester hacer intervenir la consideración de las relaciones de la tradición primordial y de las tradiciones subordinadas, lo que no podemos pensar hacer aquí. Éste sería el caso más desfavorable para el mundo occidental tomado en sí mismo, y su estado actual puede hacer temer que este caso sea el que se realice efectivamente; sin embargo, hemos dicho que hay algunos signos que permiten pensar que toda esperanza de una solución mejor todavía no está perdida definitivamente.
Existe ahora, en Occidente, un número de hombres mayor del que se cree que comienzan a tomar consciencia de lo que le falta a su civilización; si se reducen en eso a aspiraciones imprecisas y a investigaciones muy frecuentemente estériles, si les ocurre incluso extraviarse completamente, es porque carecen de datos reales a los que nada puede suplir, y porque no hay ninguna organización que pueda proporcionarles la dirección doctrinal necesaria. No hablamos en eso, bien entendido, de aquellos que han podido encontrar esta dirección en las tradiciones orientales, y que, intelectualmente, están así fuera del mundo occidental; esos, que por lo demás no pueden representar más que un caso de excepción, no podrían en modo alguno ser parte integrante de una élite occidental; ellos son en realidad un prolongamiento de las élites orientales, que podría devenir un eslabón de unión entre éstas y la élite occidental el día en que ésta última hubiera llegado a constituirse; pero, por definición en cierto modo, ella no puede ser constituida más que por una iniciativa propiamente occidental, y es ahí donde reside toda la dificultad. Esta iniciativa no es posible más que de dos maneras: o bien el Occidente encontrará los medios para ello en sí mismo, por un retorno directo a su propia tradición, retorno que sería como un despertar espontaneo de posibilidades latentes; o bien algunos elementos occidentales cumplirán este trabajo de restauración con la ayuda de un cierto conocimiento de las doctrinas orientales, conocimiento que no obstante no podrá ser absolutamente inmediato para ellos, puesto que deben permanecer occidentales, pero que podrá ser obtenido por una suerte de influencia de segundo grado, que se ejerza a través de intermediarios tales como esos a los que hacíamos alusión hace un momento. La primera de las dos hipótesis es muy poco verosímil, ya que implica la existencia, en Occidente, de un punto al menos donde el espíritu tradicional se habría conservado integralmente, y hemos dicho que, a pesar de algunas afirmaciones, esta existencia nos parece extremadamente dudosa; así pues, es la segunda hipótesis la que conviene examinar más de cerca.
En este caso, habría ventaja, aunque eso no sea de una necesidad absoluta, en que la élite en formación pudiera tomar un punto de apoyo en una organización occidental que tenga ya una existencia efectiva; ahora bien, parece que, en Occidente, ya no hay más que una sola organización que posee un carácter tradicional, y que conserva una doctrina susceptible de proporcionar al trabajo de que se trata una base apropiada: es la Iglesia católica. Bastaría restituir a su doctrina, sin cambiar nada en la forma religiosa bajo la que se presenta al exterior, el sentido profundo que tiene realmente en sí misma, pero del que sus representantes actuales ya no parecen tener consciencia, como tampoco la tienen de su unidad esencial con las demás formas tradicionales; por lo demás, las dos cosas son inseparables. Sería la realización del Catolicismo en el verdadero sentido de la palabra, que, etimológicamente, expresa la idea de «universalidad», lo que olvidan demasiado a menudo aquellos que querrían hacer de ella la denominación exclusiva de una forma especial y puramente occidental, sin ningún lazo efectivo con las demás tradiciones; y se puede decir que, en el estado presente de las cosas, el Catolicismo no tiene más que una existencia virtual, puesto que en él no encontramos realmente la consciencia de la universalidad; pero por eso no es menos verdad que la existencia de una organización que lleva un tal nombre es la indicación de una base posible para una restauración del espíritu tradicional en su acepción completa, y eso tanto más cuanto que, en la edad media, ya sirvió de soporte a este espíritu en el mundo occidental. Así pues, en suma, no se trataría más que de una reconstitución de aquello que ha existido antes de la desviación moderna, con las adaptaciones necesarias a las condiciones de una época diferente; y, si algunos se sorprenden o protestan contra una idea semejante, es porque, sin saberlo y quizás contra su voluntad, ellos mismos están imbuidos del espíritu moderno hasta el punto de haber perdido completamente el sentido de una tradición de la que no guardan más que la corteza. Importaría saber si el formalismo de la «letra», que es también una de las variedades del «materialismo» tal como lo hemos entendido más atrás, ha asfixiado definitivamente la espiritualidad, o si ésta no está más que obscurecida pasajeramente y puede despertarse todavía en el seno mismo de la organización existente; pero es solo la sucesión de los acontecimientos la que permitirá darse cuenta de ello.
Por lo demás, puede ser que estos acontecimientos mismos impongan pronto o tarde, a los dirigentes de la Iglesia católica, como una necesidad ineludible, aquello cuya importancia desde el punto de vista de la intelectualidad pura no comprenderían directamente; ciertamente, sería deplorable que, para hacerles reflexionar, fueran necesarias algunas circunstancias tan contingentes como las que dependen del dominio político, considerado al margen de todo principio superior; pero es menester admitir que la ocasión de un desarrollo de posibilidades latentes debe serle proporcionada a cada uno por los medios que están más inmediatamente al alcance de su comprehensión actual. Por eso es por lo que diremos esto: ante la agravación de un desorden que se generaliza cada vez más, hay lugar a hacer llamada a la unión de todas las fuerzas espirituales que ejercen todavía una acción en el mundo exterior, tanto en Occidente como en Oriente; y, por el lado occidental, no vemos otras que la Iglesia católica. Si ésta pudiera entrar en contacto con los representantes de las tradiciones orientales, no tendríamos más que felicitarnos por este primer resultado, que podría ser precisamente el punto de partida de lo que tenemos en vista, ya que no se tardaría sin duda en apercibirse de que un entendimiento simplemente exterior y «diplomático» sería ilusorio y no podría tener las consecuencias queridas, de suerte que sería menester llegar efectivamente a aquello por lo que se hubiera debido comenzar normalmente, es decir, a considerar el acuerdo sobre los principios, acuerdo cuya condición necesaria y suficiente sería que los representantes de Occidente vuelvan a ser de nuevo conscientes de estos principios, como lo son siempre los de Oriente. El verdadero entendimiento, lo repetimos todavía una vez más, no puede cumplirse más que por arriba y desde lo interior, por consiguiente en el dominio que se puede llamar indiferentemente intelectual o espiritual, ya que, para nos, en el fondo, estas dos palabras tienen exactamente la misma significación; después, y partiendo de ahí, el entendimiento se establecería también forzosamente en todos los demás dominios, del mismo modo que, cuando se ha sentado un principio, ya no hay más que deducir, o más bien «explicitar», todas las consecuencias que se encuentran implícitas en él. Para eso no puede haber más que un solo obstáculo: es el proselitismo occidental, que no puede admitir que a veces se deben tener «aliados» que no son de ninguna manera «súbditos»; o, para hablar más exactamente, es la falta de comprehensión de la que el proselitismo no es más que uno de los efectos; ¿será superado este obstáculo? Si no lo fuera, la élite, para constituirse, ya no tendría que contar más que con el esfuerzo de los que estarían calificados por su capacidad intelectual, fuera de todo medio definido, y también, bien entendido, con el apoyo de Oriente; su trabajo se haría más difícil y su acción no podría ejercerse más que a más largo plazo, puesto que ella misma tendría que crear todos los instrumentos, en lugar de encontrarlos preparados como en el otro caso; pero no pensamos de ninguna manera que estas dificultades, por grandes que puedan ser, sean de una naturaleza que impida lo que se debe cumplir de una manera o de otra.
Así pues, estimamos oportuno declarar también esto: hay desde ahora, en el mundo occidental, indicios ciertos de un movimiento que permanece todavía impreciso, pero que puede y debe incluso desembocar normalmente en la reconstitución de una élite intelectual, a menos de que sobrevenga un cataclismo demasiado rápidamente que no le permita desarrollarse hasta el final. Apenas hay necesidad de decir que la Iglesia tendría todo el interés, en cuanto a su papel futuro, en encabezar en cierto modo un tal movimiento, más bien que dejarle cumplirse sin ella y ser obligada a seguirle tardíamente para mantener una influencia que amenazaría escapársele; no es necesario colocarse en un punto de vista muy elevado y difícilmente accesible para comprender que, en suma, es ella la que tendría las mayores ventajas que sacar de una actitud que, por lo demás, muy lejos de exigir de su parte el menor compromiso en el orden doctrinal, tendría al contrario por resultado desembarazarla de toda infiltración del espíritu moderno, y por la cual, además, no se modificaría nada exteriormente. Sería un poco paradójico ver al Catolicismo integral realizarse sin el concurso de la Iglesia católica, que, entonces, se encontraría quizás en la singular obligación de aceptar ser defendida, contra asaltos más terribles de los que jamás haya sufrido, por hombres a quienes sus dirigentes, o al menos aquellos a quienes deja hablar en su nombre, habrían buscado desconsiderar primero, arrojando sobre ellos la sospecha peor fundada; y, por nuestra parte lamentaríamos que ello fuera así; pero, si no se quiere que las cosas lleguen a ese punto, es tiempo, para aquellos a quienes su situación confiere las más graves responsabilidades, de actuar con plena consciencia de causa y de no permitir más que algunas tentativas que pueden tener consecuencias de la más alta importancia corran el riesgo de encontrarse detenidas por la incomprehensión o la malevolencia de algunas individualidades más o menos subalternas, lo que ya se ha visto, y lo que muestra todavía una vez más hasta qué punto reina el desorden por todas partes hoy. Prevemos que no se sabrá agradecer estas advertencias, que damos con toda independencia y de una manera enteramente desinteresada; nos importa poco, y por eso no continuaremos menos, cuando sea menester, y bajo la forma que juzguemos que conviene mejor a las circunstancias, diciendo lo que debe ser dicho. Lo que decimos al presente no es más que el resumen de las conclusiones a las que hemos sido llevados por algunas «experiencias» completamente recientes, emprendidas, eso no hay que decirlo, sobre un terreno puramente intelectual; por el momento al menos, no tenemos por qué entrar a este propósito en detalles que, por lo demás, serían poco interesantes en sí mismos; pero podemos afirmar que, en lo que precede, no hay una sola palabra que no hayamos escrito sin haberla reflexionado maduramente. Que se sepa bien que sería perfectamente inútil buscar oponer a eso argucias filosóficas que queremos ignorar; hablamos seriamente de cosas serias, no tenemos tiempo para perder en discusiones verbales que no tienen para nos ningún interés, y entendemos permanecer enteramente ajeno a toda polémica, a toda querella de escuela o de partido, del mismo modo que nos negamos absolutamente a dejarnos aplicar una etiqueta occidental cualquiera, ya que no hay ninguna que nos convenga; que eso agrade o desagrade a algunos, es así, y nada podría hacernos cambiar de actitud a este respecto.
Ahora debemos hacer oír también una advertencia a aquellos que, por su aptitud para una comprehensión superior, si no por el grado de conocimiento que han alcanzado efectivamente, parecen destinados a devenir elementos de la élite posible. No es dudoso que el espíritu moderno, que es verdaderamente «diabólico» en todos los sentidos de esta palabra, se esfuerza por todos los medios en impedir que estos elementos, hoy día aislados y dispersos, lleguen a adquirir la cohesión necesaria para ejercer una acción real sobre la mentalidad general; así pues, a aquellos que ya han tomado consciencia más o menos completamente de la meta hacia la cual deben tender sus esfuerzos, les incumbe no dejarse desviar por las dificultades, cualesquiera que sean, que se levanten ante ellos. Para aquellos que todavía no han llegado al punto a partir del cual una dirección infalible ya no permite apartarse de la vía, las desviaciones más graves son siempre de temer; así pues, es necesaria la mayor prudencia, y diríamos incluso de buena gana que debe ser llevada hasta la desconfianza, ya que el «adversario», que hasta ese punto no está definitivamente vencido, sabe tomar las formas más diversas y a veces las más inesperadas. Ocurre que aquellos que creen haber escapado al «materialismo» moderno son retomados por cosas que, aunque parecen oponerse a él, son en realidad del mismo orden; y, dado el talante de los occidentales, conviene, a este respecto, ponerlos más particularmente en guardia contra el atractivo que pueden ejercer sobre ellos los «fenómenos» más o menos extraordinarios; es de ahí de donde provienen en gran parte todos los errores «neoespiritualistas», y es de prever que este peligro se agravará todavía, ya que las fuerzas obscuras que mantienen el desorden actual encuentran en eso uno de sus medios de acción más poderosos. Es probable incluso que no estemos ya muy lejos de la época a la que se refiere esta predicción evangélica que ya hemos recordado en otra parte: «Se elevarán falsos Cristos y falsos profetas, que harán grandes prodigios y cosas sorprendentes, hasta seducir, si fuera posible, a los elegidos mismos». Como la palabra lo indica, los «elegidos» son aquellos que forman parte de la «élite» entendida en la plenitud de su verdadero sentido, y por lo demás, digámoslo en esta ocasión, es por eso por lo que nos quedamos con este término de «élite» a pesar del abuso que se hace de él en el mundo «profano»; esos, por virtud de la «realización» interior a la que han llegado, no pueden ser seducidos, pero no es lo mismo para aquellos que, al no tener todavía en ellos más que posibilidades de conocimiento, no son propiamente más que «llamados»; y es por eso por lo que el Evangelio dice que hay «muchos llamados, pero pocos elegidos». Entramos en un tiempo donde devendrá particularmente difícil «distinguir la cizaña del buen grano», efectuar realmente lo que los teólogos llaman el «discernimiento de los espíritus», en razón de las manifestaciones desordenadas que no harán más que intensificarse y multiplicarse, y también en razón de la falta de verdadero conocimiento en aquellos cuya función normal debería ser guiar a los demás, y que hoy día no son muy frecuentemente más que «guías ciegos». Se verá entonces, si, en parecidas circunstancias, las sutilezas dialécticas son de alguna utilidad, y si es una «filosofía», aunque sea la mejor posible, la que bastará para detener el desencadenamiento de las «potencias infernales»; esa es también una ilusión contra la que algunos tienen que defenderse, ya que hay muchas gentes, que, al ignorar lo que es la intelectualidad pura, se imaginan que un conocimiento simplemente filosófico, que, incluso en el caso más favorable, es apenas una sombra del verdadero conocimiento, es capaz de remediarlo todo y de operar el enderezamiento de la mentalidad contemporánea, como hay otros también que creen encontrar en la ciencia moderna misma un medio de elevarse a verdades superiores, mientras que esta ciencia no se funda precisamente sino sobre la negación de esas verdades. Todas esas ilusiones son otras tantas causas de extravío; muchos esfuerzos se dispensan por eso en pura pérdida, y es así como muchos de aquellos que querrían reaccionar sinceramente contra el espíritu moderno son reducidos a la impotencia, porque, al no haber sabido encontrar los principios esenciales sin los que toda acción es absolutamente vana, se han dejado arrastrar a atolladeros de los que ya no les es posible salir.
Aquellos que llegarán a vencer todos esos obstáculos y a triunfar sobre la hostilidad de un medio opuesto a toda espiritualidad, serán sin duda poco numerosos; pero, todavía una vez más, no es el número lo que importa, ya que aquí estamos en un dominio cuyas leyes son muy diferentes de las de la materia. Así pues, no hay lugar a desesperar; y, aunque no hubiera ninguna esperanza de desembocar en un resultado sensible antes de que el mundo moderno zozobre en alguna catástrofe, eso no sería todavía una razón válida para no emprender una obra cuyo alcance real se extiende mucho más allá de la época actual. Aquellos que estarían tentados a ceder al desánimo deben pensar que nada de lo que se cumple en este orden puede perderse nunca, que el desorden, el error y la obscuridad no pueden arrebatarlo más que en apariencia y de una manera completamente momentánea, que todos los desequilibrios parciales y transitorios deben concurrir necesariamente al gran equilibrio total, y que nada podría prevalecer finalmente contra el poder de la verdad; su divisa debe ser la que habían adoptado antaño algunas organizaciones iniciáticas del Occidente: Vincit omnia Veritas.
[1] Esto se refiere a la función de «conservación divina», que, en la tradición hindú, es representada por Vishnu, y más particularmente a la doctrina de los Avatâras o «descensos» del principio divino al mundo manifestado, que, naturalmente, no podemos pensar desarrollar aquí.
[2] Es menester destacar que el nombre de Zoroastro no designa en realidad a un personaje particular, sino una función, a la vez profética y legisladora; hubo varios Zoroastros, que vivieron en épocas muy diferente; y es verosímil incluso que esta función debió tener un carácter colectivo, del mismo modo que la de Vyâsa en la India, y del mismo modo también que, en Egipto, lo que se atribuyó a Thoth o a Hermes representa la obra de toda la casta sacerdotal.
[3] En realidad, la cuestión del Budismo está lejos de ser tan simple como podría dar a pensar esta breve apercepción; y es interesante notar que, si los Hindúes, bajo el punto de vista de su propia tradición, han condenado siempre a los Budistas, muchos de entre ellos por eso no profesan menos un gran respeto por el Buddha mismo, respeto que en algunos llega incluso hasta ver en él el noveno Avatâra, mientras que otros identifican a éste con Cristo. Por otra parte, en lo que concierne al Budismo tal como se conoce hoy, es menester tener buen cuidado de distinguir entre sus dos formas del Mahâyâna y del Hînayâna, o del «Vehículo Mayor» y del «Vehículo Menor»; de una manera general, se puede decir que el Budismo fuera de la India difiere notablemente de su forma original india, que comenzó a perder terreno rápidamente después de la muerte de Ashoka y desapareció completamente algunos siglos más tarde.
[4] Este caso no es particular a la India y se encuentra también en Occidente; es exactamente por la misma razón por lo que no se encuentra ningún vestigio de las ciudades celtas, cuya existencia no obstante es incontestable, puesto que está atestiguada por testimonios contemporáneos; y, ahí igualmente, los historiadores modernos han aprovechado esta ausencia de monumentos para describir a los Celtas como salvajes que vivían en los bosques.
[5] La relación es aquí casi la misma que la que existe, en la doctrina taoísta, entre el estado del «hombre dotado» y el del «hombre transcendente».
[6] No citaremos más que dos ejemplos, entre los hechos de este género que debían tener las más graves consecuencias: la pretendida invención de la imprenta, que los chinos conocían anteriormente a la era cristiana, y el descubrimiento «oficial» de América, con la que habían existido comunicaciones mucho más seguidas de lo que se piensa durante la edad media.
[7] Esta ley estaba representada, en los misterios de Eleusis, por el simbolismo del grano de trigo; los alquimistas la figuraban por la «putrefacción» y por el color negro que marca el comienzo de la «Gran Obra»; lo que los místicos cristianos llaman la «noche obscura del alma» no es más que su aplicación al desarrollo espiritual del ser que se eleva a estados superiores; y sería fácil señalar todavía muchas otras concordancias.
[8] En efecto, la contemplación y la acción son respectivamente las funciones propias de las dos primeras castas, la de los brâhmanes y la de los kshatriyas; sus relaciones son también al mismo tiempo las de la autoridad espiritual y del poder temporal; pero no nos proponemos considerar especialmente aquí este lado de la cuestión, que merecería ser tratado aparte.
[9] Aquellos que duden de esta importancia muy real, aunque relativa, que las doctrinas tradicionales de Oriente y concretamente la de la India, acuerdan a la acción, no tendrían, para convencerse de ello, más que remitirse a la Bhagavad-Gîta, que, por lo demás, es menester no olvidarlo si se quiere comprender bien su sentido, es un libro especialmente destinado al uso de los kshatriyas.
[10] Es en virtud de la relación establecida así por lo que se dice que el Brâhman es el tipo de los seres estables, y que el Kshatriya es el tipo de los seres móviles o cambiantes; así, todos los seres de este mundo, según su naturaleza, están principalmente en relación con uno o con el otro, ya que hay una perfecta correspondencia entre el orden cósmico y el orden humano.
[11] En efecto, como consecuencia del carácter esencialmente momentáneo de la acción, es menester notar que, en el dominio de ésta, los resultados están siempre separados de aquello que los produce, mientras que el conocimiento, por el contrario, lleva su fruto en sí mismo.
[12] Poco tiempo después de su origen, el Budismo en la India devino asociado a una de las principales manifestaciones de la rebelión de los kshatriyas contra la autoridad de los brâhmanes, y, como es fácil de comprender según las indicaciones que preceden, existe, de una manera general, un lazo muy directo entre la negación de todo principio inmutable y la de la autoridad espiritual, entre la reducción de toda realidad al «devenir» y la afirmación de la supremacía del poder temporal, cuyo dominio propio es el mundo de la acción; y se podría constatar que la aparición de doctrinas «naturalistas» o antimetafísicas se produce siempre cuando el elemento que representa el poder temporal toma, en una civilización, la predominancia sobre el que representa la autoridad espiritual.
[13] Se podrá destacar que se ha producido algo análogo en el orden social, donde los modernos han pretendido separar lo temporal de lo espiritual; no se trata de contestar que en eso haya dos cosas distintas, puesto que se refieren efectivamente a dominios diferentes, así como ocurre en el caso de la metafísica y de las ciencias; pero, por un error inherente al espíritu analítico, se olvida que distinción no quiere decir separación; con eso, el poder temporal pierde su legitimidad, y, en el orden intelectual, podría decirse la misma cosa en lo que concierne a las ciencias.
[14] Desde el punto de vista religioso, la misma observación vale al respecto de una cierta «apologética» que pretende ponerse de acuerdo con los resultados de la ciencia moderna, trabajo perfectamente ilusorio y siempre por rehacer, que presenta por otra parte el grave peligro de parecer solidarizar la religión con concepciones cambiantes y efímeras, de las que debe permanecer totalmente independiente.
[15] Sería fácil dar aquí ejemplos; citaremos solo, como uno de los más llamativos, la diferencia de carácter de las concepciones concernientes al éter en la cosmología hindú y en la física moderna.
[16] Es lo que expresa, por ejemplo, una denominación como la de upavêda, aplicada en la India a algunas «ciencias tradicionales» y que indica su subordinación en relación al Vêda, es decir, al conocimiento sagrado por excelencia.
[17] En nuestro estudio sobre El Esoterismo de Dante, hemos indicado el simbolismo de la escala, cuyos escalones, según diversas tradiciones, corresponden a algunas ciencias al mismo tiempo que a estados del ser, lo que implica necesariamente que estas ciencias, en lugar de ser consideradas de una manera completamente «profana» como en los modernos, daban lugar a una transposición que les confería un alcance verdaderamente «iniciático».
[18] Por eso es por lo que, según la doctrina hindú, los brâhmanes deben tener su espíritu constantemente dirigido hacia el conocimiento supremo, mientras que los kshatriyas deben aplicarse más bien al estudio sucesivo de las diversas etapas por las que se llega a él gradualmente.
[19] Es el papel que juega, por ejemplo, el simbolismo astronómico tan frecuentemente empleado en las diferentes doctrinas tradicionales; y lo que decimos aquí puede hacer entrever la verdadera naturaleza de una ciencia tal como la astrología antigua.
[20] El arte de los constructores de la edad media puede ser mencionado como un ejemplo particularmente destacable de estas «artes tradicionales», cuya práctica, por lo demás, implicaba el conocimiento real de las ciencias correspondientes.
[21] Para convencerse de ello, basta observar hechos como éste: una de las ciencias «sagradas», la cosmogonía, que tiene su lugar como tal en todos los Libros inspirados, comprendida la Biblia hebraica, ha devenido para los modernos, el objeto de las hipótesis más puramente «profanas»; el dominio de la ciencia es efectivamente el mismo en los dos casos, pero el punto de vista es totalmente diferente.
[22] Por lo demás, este estado debe mantenerse, según la palabra evangélica, hasta la «consumación del siglo», es decir, hasta el fin del ciclo actual.
[23] Lo que los hombres llaman el azar es simplemente su ignorancia de las causas; si, diciendo que algo ocurre por azar, se pretendiera querer decir que no hay causa, eso sería una suposición contradictoria en sí misma.
[24] Basta leer a Santo Tomás de Aquino para ver que «numerus stat ex parte materiae».
[25] De un orden de realidad al otro, la analogía, aquí como en todos los casos similares, se aplica estrictamente en sentido inverso.
[26] Esta tendencia es la que la doctrina hindú llama tamas, y que ella asimila a la ignorancia y a la obscuridad: se observará que, según lo que decíamos hace un momento sobre la aplicación de la analogía, la comprensión o condensación de que se trata está en el opuesto de la concentración considerada en el orden espiritual o intelectual, de suerte que, por singular que eso pueda parecer a primera vista, ella es en realidad correlativa de la división y de la dispersión en la multiplicidad. Ocurre lo mismo con la uniformidad realizada por abajo, en el nivel más inferior, según la concepción «igualitaria», y que está en el extremo opuesto de la unidad superior y principial.
[27] Por eso es por lo que Dante coloca la morada simbólica de Lucifer en el centro de la tierra, es decir, en el punto donde convergen de todas partes las fuerzas de la pesantez; desde este punto de vista, es la inversa del centro de la atracción espiritual o «celeste», que es simbolizado por el sol en la mayor parte de las doctrinas tradicionales.
[28] Anteriormente al siglo XVIII, hubo teorías «mecanicistas», desde el atomismo griego a la física cartesiana; pero es menester no confundir «mecanicismo» y «materialismo», a pesar de algunas afinidades que han podido crear una suerte de solidaridad de hecho entre uno y otro desde la aparición del «materialismo» propiamente dicho.
[29] Satán en hebreo, es el «adversario», es decir, el que invierte todas las cosas y las toma en cierto modo al revés; es el espíritu de negación y de subversión, que se identifica a la tendencia descendente o «inferiorizante», «infernal» en el sentido etimológico, la misma que siguen los seres en este proceso de materialización según el que se efectúa todo el desarrollo de la civilización moderna.
[30] Sabemos que M. Massis no ignora nuestras obras, pero se abstiene cuidadosamente de hacer la menor alusión a ellas, porque irían contra su tesis; el procedimiento carece al menos de franqueza. Por lo demás, pensamos no tener sino que felicitarnos por ese silencio, que nos evita ver mezclar en polémicas desagradables cosas que, por su naturaleza, deben permanecer por encima de toda discusión; siempre hay algo penoso en el espectáculo de la incomprehensión «profana», aunque la verdad de la «doctrina sagrada», en sí misma, esté ciertamente muy alta como para sufrir sus atentados.